Existe un gran misterio sobre la Civilización del Valle del Indo o de Mohenjo Dharo y Harappa, que existió durante dos mil años desde el 3300 a. C. ¿Cómo es posible que una civilización tan duradera y culturalmente tan rica no haya dejado ningún resto de templos o figuras de dioses? Quiero arrojar luz sobre este enigma, con una respuesta que puede resultar sorprendente. Escribe Joaquín G. Weil.
Esta respuesta no se basa en sesudas deducciones ni en incuestionables hallazgos arqueológicos. Tómese si se quiere como una mera hipótesis o hasta como una fábula. Pero antes vayamos con los hechos y con algunas hipótesis previas.
La Civilización del Valle del Indo interesa a los practicantes de yoga porque se considera que fue en ella donde encuentra sus raíces esta milenaria ciencia. Para atestiguarlo se aduce la existencia de las figurillas de terracota en posiciones que recuerdan las asanas de yoga. Igual ocurre con los sellos donde aparecen imágenes que supuestamente representan iconos primitivos del dios Shiva, en concreto Shiva-Pashupati, el Señor de las Bestias, sedente en posiciones yóguicas, acompañado de leyendas en una grafía hoy día todavía indescifrable.
Se trata de una civilización de alto desarrollo arquitectónico, urbanístico, agrícola, industrial y artístico. Sus principales metrópolis fueron, como queda dicho, Mohenjo Dharo y Harappa. Esta cultura existió durante un periodo de aproximadamente dos mil años, la misma duración que hasta la fecha está teniendo la era cristiana. El misterio es que, a diferencia de otras civilizaciones de la Antigüedad, como la egipcia, la mesopotámica o las de Oriente Medio, en los restos de la Civilización del Valle del Indo no se han encontrado vestigios de templos o grandes figuras de deidades; una peculiaridad harto llamativa.
Por su parte, hoy parece claro que el yoga -o alguna forma de esta ciencia- en efecto ya existía en esa cultura, no sólo por los restos arqueológicos mencionados sino también por deducción, ya las invasiones arias no pudieron traerlo, pues entonces estaría presente en otros pueblos muy cercanos culturalmente como el persa, y no es el caso.
Para explicar la singularidad que supone la ausencia de templos y grandes representaciones divinas, precisamente se aduce la hipótesis de que esta cultura no practicaba una espiritualidad fastuosa y ritual oficiada por una casta sacerdotal, sino más bien algún tipo de espiritualidad doméstica y privada, que sería el yoga y la meditación, practicadas de modo particular por los ciudadanos en sus domicilios.
En un principio admití como cierta dicha explicación, y tal vez, de modo bien verosímil, lo sea en parte. Sin embargo, para completar la aclaración del fenómeno ahora también me decanto por esta otra hipótesis que expondré a continuación. Tómese si se quiere, como ya hemos advertido, como una fábula, aunque en realidad no sea una fábula.
Dioses, maestros y discípulos
Primero, en la Civilización del Valle del Indo sí existían los templos, solo que eran de una forma y tamaño que los hacía por completo indistinguibles de otros edificios a los ojos de los arqueólogos. Se trataba de unas construcciones de unos cuatro metros de largo por unos dos de ancho y dos de altura. A modo de techo tenían una falsa bóveda que estaba sustentada sobre cuatro pilares o columnas, apenas luciendo algún distintivo no muy grande en la fachada.
Esta circunstancia explica el hecho de que no se hayan encontrado templos, pues se buscan construcciones de mayor tamaño, como las de las grandes civilizaciones coetáneas: Egipto, Mesopotamia y Oriente Medio.
Ahora explicaré el motivo de que no se hayan encontrado grandes representaciones o figuras de divinidades. En efecto, no las había. ¿Por qué?
Voy a describir cómo era la espiritualidad en la Civilización del Valle del Indo. Los templos, de la forma y tamaño que hemos mencionado, estaban situados a las afueras de las ciudades, tal como están las ermitas a las afueras de nuestros pueblos, también en altozanos, pasos angostos y encrucijadas.
En el interior del templo se situaba un maestro; en lo alto del techo, según las ocasiones, un discípulo (probablemente también había discípulas en otros templos segregados por género). Este discípulo iba ataviado con todos los ropajes, joyas, maquillaje y atributos o símbolos propios de la deidad que representaba. Pero la representaba no como escultura viviente, sino como encarnación misma de la divinidad.
El trabajo de desarrollo espiritual y personal de los discípulos consistía en interiorizar, en hallar dentro de sí y manifestar los rasgos y cualidades de cada dios. Como puede comprenderse se trataba de una meditación personal bien potente, que exigía una concentración profunda y que también entrañaba algún riesgo.
El maestro (posiblemente también existían maestras) habría transitado durante su juventud por este duro entrenamiento como discípulo, como es lógico. Con el tiempo se dedicaba a atender sus pequeños rituales de agua y de fuego, también las consultas de los parroquianos y peregrinos. Y tenía como una de sus principales tareas la tutela de los discípulos. Muy en particular velaba porque la representación divina que el discípulo llevaba a cabo, no la acometiera equivocadamente como un logro de su propio ego.
Era necesaria la disciplina (etimológicamente, la facultad del discípulo) de representar la divinidad, bucear en sus adentros en busca de los más sagrados arquetipos, sin considerar los logros personales, sino convirtiéndose en un servidor o servidora, en un mero transmisor o medium humilde de dicha potencia divina en beneficio de todos los seres sintientes.
También el maestro velaba por que su pupilo no se viera engullido como persona en una fuerza y trascendencia divina arrasadora. Le recordaba al cabo de cada jornada quién era como individuo en esta existencia terrestre.
Imaginémonos estos discípulos y discípulas ataviados con ricos adornos, pigmentada su piel con vivos colores, provistos de todos los símbolos y atributos de cada deidad.
Puesto que los lugareños disponían de estas magníficas y vivas representaciones de los dioses labradas en carne y alma, para nada necesitaban tallarlos en simple madera, en quebradizo barro o en tosca piedra.
Se trataba de una forma de espiritualidad única en la historia de la humanidad. Además entronca con diversos pilares del posterior desarrollo de la espiritualidad en India:
- El concepto y la figura del bhagaván, la persona que ha realizado o actualizado con plena conciencia la divinidad en sí.
- El arte del mudra (en el sentido original de la palabra), la interrelación entre las posiciones corporales y la evolución de la mente; algo básico en la representación oriental de los dioses (como ya pormenoricé en otro artículo), sobre todo en representación y manifestación física del dios por y a través de una persona física.
- El concepto y la figura del Buda, la persona que ha accedido de modo completo a su propia luz, conciencia y sabiduría interior.
- Y por fin, con igual importancia -y más todavía para los yoguis y yoguinis-, a través de la concentración y la absorción en sí propio (Dharana y Pratyahara), el hallazgo del Atman, el Espíritu o la Unidad universal accesible dentro de cada cual.
Todos estos fenómenos de evolución espiritual en relación con la ciencia del yoga y la meditación, con toda verosimilitud comenzaron a desarrollarse, que se sepa, en dicha cultura de Harappa y Mohejo-Daro. Y sus orígenes vendrían explicados por aquella singular forma (hipotética) de espiritualidad que sería la representación, realización y manifestación viva (la encarnación) de los dioses y diosas a través de personas entrenadas con este propósito.
Más allá de las singularidades históricas de la Cultura del Valle del Indo, el mensaje de estas enseñanzas y manifestaciones espirituales estaría claro: encuentra lo divino dentro de ti, siente su realidad y su presencia, vívelo y compártelo.
La única salvaguarda es comprender que cualquier logro, comprensión o realización que podamos alcanzar es igualmente alcanzable por todos los seres sintientes, por eso al final de cada práctica budista, a ellos se les ofrecen los méritos.
Joaquín G. Weil
Quién es
Joaquín García Weil es licenciado en Filosofía, profesor de yoga y director de Yoga Sala Málaga. Practica Yoga desde hace veinte años y lo enseña desde hace once. Es alumno del Swami Rudradev (discípulo destacado de Iyengar), con quien ha aprendido en el Yoga Study Center, Rishikesh, India. También ha estudiado con el Dr. Vagish Sastri de Benarés, entre otros maestros.
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