Uno de los motivos por los que habitualmente eran los niños los que entraban en el monasterio, ashram o lamasería es porque a su edad la sexualidad aún no había despertado. Y tal vez, en un contexto sin presencia de mujeres, la explosión del deseo fuera menor, o al menos, más fácil de controlar o canalizar. Escribe J. Peragón Arjuna.
Es cierto que la fuerza del deseo sexual es imparable y que, al menos aquí en Occidente, de la mano de la Iglesia Católica, se convirtió en un terrible monstruo tenebroso que había que reprimir. La alegría fue sospechosa, el placer negado, el cuerpo lugar del pecado, y la mujer la incitadora de todo ello. Pero no podemos olvidar que en Oriente la sexualidad siempre ha formado parte de la vida y que, en sí misma, no era pecado. En el hinduismo los dioses se representan con sus consortes, ellos (y ellas) también gozan. Uno de los cuatro medios o fines en la vida es kama, la obtención de placer y satisfacción en la vida; eso sí, había que intentar no caer en la desmedida. En el tantrismo el placer y la sexualidad son medios para acercarse a lo divino. Se llega a simbolizar la realización del individuo como las bodas divinas ente Shakti (energía) y Shiva (conciencia).
A menudo se traduce brahmacarya como castidad. Tal vez tenga sentido dentro de un contexto monacal pero es preferible traducirlo como contención o moderación. Algo que indica que hay que apagar el fuego de las pasiones, o al menos, bajar su intensidad. Sobre el celibato impuesto por las doctrinas eclesiásticas cuando no hay una verdadera transformación del individuo ha corrido mucha tinta. El sentido común nos indica que si se reprime una energía tan potente como la sexual sin aparecer una elevación de la conciencia, habrá perversión, agresividad, manipulación. ¿Qué hay de malo en que los sacerdotes se puedan casar y así, desde su experiencia, poder aconsejar a sus fieles en esa gran porción del pastel de conflictos que son los problemas de pareja y las dificultades de educación de los hijos?
Probablemente tengamos tres caminos delante del deseo. Dos de ellos disfuncionales: los caminos que nos llevan a un extremo, bien sea a través de la negación que cursa con la represión que todos conocemos, o bien hacia el exceso, hacia una erotización o lujuria. La tercera vía es la vía del medio, es la vía del diálogo donde en vez de negar la fuerza del deseo se hace transitar hacia cotas más elevadas. Porque, en definitiva, el problema con el deseo no es tanto su fuerza como su concreción en un objeto, la literalización en una imagen. Eros es un dios, y como tal divino. El deseo nos recuerda que lo infinito no puede reducirse nunca a una forma transitoria donde se sujeta. La identificación con la forma, sea ésta una cosa o persona, es fuente de sufrimiento. Por eso, cuando has conquistado algo tan deseado, entonces misteriosamente el deseo emigra hacia otra parte. El deseo no se deja fijar, no se deja tampoco manipular, y más bien, es él el que nos manipula otorgándonos las sobras del placer.
Así la sexualidad debe dejar la cuna biológica, reproductiva, compulsiva, de pura satisfacción, para adentrarse en el terreno humano, de intercambio, de sensibilidad y amor y dar un salto hacia la trascendencia del ser. Brahmacarya viene a poner un cartel de atención en nuestras vidas: “No te dejes arrastrar por una espiral de deseo que no tiene fondo. No dejes que esa marea pasional e instintiva te lleve como una hoja de una circunstancia a otra, de una tentación a otra mayor”.
La solución al dilema
Hay una salida, pero no es fácil. Primero hay que desenmascarar el deseo, ver la ilusión que provoca en nosotros. Después, se trata de crear las condiciones para que esa energía que surge del fondo de nuestras entrañas poderla elevar a un plano más amoroso y consciente. A lo largo de la historia el proyecto humano, no sin grandes dificultades, ha sido capaz de convertir los impulsos básicos de alimentación, reproducción, seguridad, comunicación, etc, en civilización, en técnica y en arte.
Por decirlo con otras palabras, se puede llegar a Dios haciendo el amor. El problema no está en el sexo sino en nuestra cabeza. La dificultad reside en todo lo que ponemos en esa dimensión: placer, culpa, miedo, apego, conquista, competitividad, privilegio, orgullo, manipulación, etc. Pero el sexo al desnudo podría ser un don extraordinario para conectar con el amor y la ternura; una puerta secreta para salir de lo excesivamente terrenal y dar un salto hacia lo divino.
Cultivando brahmacarya podremos despertar un potencial energético necesario para nuestra transformación personal puesto que si no hay energía extra difícilmente se vencerán las resistencias y los automatismos. Si no hay moderación en nuestros actos nuestra atención estará repartida en mil cosas, imposible de concentrarse en el trabajo exquisito de interiorización. Ese aumento de la energía tiene que ir de la mano de la purificación, de la misma manera que un fuego no prenderá bien si la chimenea está obstruida. No sólo es la cantidad de esa energía movilizada, importa también su calidad.
Esta moderación en el vivir, que no significa empobrecimiento vital, significa ser dueño de uno mismo. Es el cochero que lleva las riendas de los caballos para que no se desboque y terminen volcando la carroza. El cochero sabe dónde quiere ir y utiliza la bravura de los caballos. Brahmacarya es ir en búsqueda de la unidad, hacia la verdad elegida, en la confianza que todas nuestras fuerzas nos secundan porque hay un amoroso control sobre nuestra parte instintiva. La diferencia entre el centauro y el minotauro radica en que éste tiene la parte monstruosa, la parte animal arriba. Donde debería anidar la razón superior o el alma se encuentra la cabeza de toro.
Quién es
Julián Peragón, Arjuna, formador de profesores, dirije la escuela Yoga Síntesis en Barcelona