Luces y sombras de una pandemia

2020-04-16

Tras caer en la desmedida, lo que estamos viviendo es una purga. Pero esta purga nos trae una gran oportunidad: repensar nuestro estilo de vida, cuestionar nuestros valores, discriminar entre lo accesorio y lo importante, entre lo anecdótico y lo esencial. Escribe Julián Peragón (Arjuna)

La Tierra

Imagen de 272447 en Pixabay

Nadie lo vio venir, pero estamos aquí todos arrinconados en nuestras casas por un pequeño virus invisible. Políticos, biólogos, médicos y economistas hablan con un lenguaje bélico y nos hacen sentir que estamos en un estado de guerra.

Todos contra el virus, todos parapetados y armados para eliminar al dichoso microorganismo. Quien más y quien menos, con toda la información circulante, ya se habrán hecho un máster en microbiología, pues sabemos casi todo de la potencia destructora de la infección. Sin embargo, si el virus pudiera hablar o, en todo caso, si pudiéramos ver el trasfondo de la pandemia, tal vez podríamos aprender algo más… de nosotros mismos.

Lo natural, en estos casos, hubiera sido dejar que la población se fuera inmunizando, dado que la letalidad del virus no es mayor a una gripe estacional, y proponer, como medida profiláctica, que las personas de riesgo quedasen lo más resguardadas posible y atendidas convenientemente. No obstante, está todo el mundo, y léase todo el planeta, en nuestras casas para no saturar el sistema sanitario.

Parece de sentido común, pero lo que no es tan obvio, y no oigo a nadie manifestarse sobre el caso, es que tengamos un número de camas por cada mil habitantes, al menos en nuestro país, tan y tan bajo (la mitad de hace unos años).

Evidentemente, en estos tiempos que corren, se ha metido la tijera a fondo en recortes sociales, en sanidad y en educación por citar solo un par de casos. Es como, por poner un ejemplo, salir con el coche sin rueda de recambio porque habitualmente no pinchas. Una sanidad debe atender lo cotidiano pero también prever lo extraordinario.

Es vergonzoso que tengamos que pedir al gigante asiático material básico como mascarillas o respiradores y que nuestras fábricas estén paradas sin un plan B en caso de emergencia. No es la primera pandemia en la historia, y el virus nos muestra descaradamente nuestra falta de previsión. Qué bien nos hubiera ido tener gran parte del presupuesto de defensa precisamente para defender la vida. Quizá, el día de mañana, nos miremos con lupa los Presupuestos del Estado antes de votar a nuestros políticos.

Ombliguismo

En segundo lugar, este virus muestra nuestro ombliguismo. No dejo de mostrar mi consternación por el dolor de todas las personas que fallecen y de sus seres queridos ante semejante pérdida, pero no logro quitarme de la cabeza que cada año mueren más de 400.000 personas por la malaria, no hablemos de otras enfermedades. Y, sin embargo, nadie se despeina en nuestras sociedades porque eso ocurre en países lejanos, ni mucho menos nuestros laboratorios, que sacan un producto nuevo contra la obesidad cada mes pero no investigan para erradicar las enfermedades tristemente endémicas al otro lado de nuestras fronteras.

El virus ataca y ataca con fuerza porque nuestro sistema sanitario no está preparado, como decíamos, pero tampoco lo está nuestro cuerpo. Nuestras defensas corporales están gastadas porque nuestro estilo de vida es solidario de un sedentarismo en la mayoría de trabajos y una adicción al confort en nuestras casas. Una alimentación hipercalórica, precocinada y desordenada (nunca había habido tanta obesidad infantil), por un lado, y unos hábitos muy generalizados al alcoholismo, al tabaquismo y también a la medicalización para contener síntomas molestos pero no para ir a la raíz de la enfermedad complican nuestra exposición al virus. En todo caso, tenemos una industria farmacéutica que vive descaradamente de la enfermedad y una sanidad que hace oídos sordos a su función preventiva y ejemplarizante.

El virus ha venido para quedarse, como es evidente, y tarde o temprano vamos a tener un contacto con él. La rápida difusión por todo el orbe nos muestra, harto evidente, que la globalización es una realidad. Las rutas comerciales, turísticas, de información y financieras son el pan de cada día y están tan entrelazadas que todo proteccionismo, como hemos visto recientemente en grandes y poderosos países, no deja de mostrar una falta de perspectiva, o tal vez, un populismo malintencionado que tarde o temprano quedará en una mera bravuconada.

Decisiones en unidad, no en el aislamiento

No vamos a volver al terruño, y esto supone malas noticias para los nacionalismos, los fundamentalismos y el aislacionismo de nuestras fronteras. No porque la globalización sea una bendición, ya que está sesgada por la desigualdad en los intercambios comerciales, las influencias de las superpotencias, el imperialismo de las multinacionales, la insolidaridad de la deslocalización industrial, la tolerancia a regímenes totalitarios solo porque tienen mucho petróleo en su subsuelo, y un largo etcétera que no hace falta añadir. No, no se trata de sí o no a la globalización, pues es ya una realidad. Lo que se trata es de convertir una globalización disfuncional en una unidad que sea un vehículo para tomar decisiones urgentes ante los nuevos retos que tiene nuestro planeta.

Ningún país por sí solo puede resolver el problema de la contaminación o de las consecuencias ecológicas del calentamiento global. Tenemos que dar una respuesta conjunta. Nos va la vida en ello, como bien lo están entendiendo las nuevas generaciones que están saliendo a la calle a protestar. No digo que sea fácil, pero poner muros a nuestras fronteras seguro que no es la solución.

No voy a entrar en la conspiranoia tan en boga. No importa si el virus es una mutación de animal a humano o está diseñado en un laboratorio, no es relevante ahora si se escapó accidentalmente o fue introducido como parte de una guerra biológica de baja intensidad. Lo que está claro es que estamos en guerra, una guerra que no es de misiles, sino comercial, tecnológica, cultural e ideológica. Una guerra entre potencias y lamentablemente nosotros somos meros peones.

A río revuelto, ganancia de pescadores, como reza el refrán. La pandemia podría servir, esperemos que no, para un mayor control de las poblaciones con las nuevas tecnologías de geolocalización e identificación de rostros. Ya salieron a flote, no hace tanto, los escándalos de sistemas masivos de espionaje por parte de las superpotencias. Seguramente el deseo de control está en el mismo delirio de un aparato de poder desconectado de la vida. La industria del miedo es muy poderosa y, como estamos viendo, si hemos de elegir entre seguridad e intimidad, ésta última saldrá perdiendo. Un estado totalitario, con ocio narcotizante y abundancia de desinformación es posible. No hay más que darse una vuelta por las redes sociales.

Amenazas que ya están aquí

La pandemia es una crisis, pero es la primera que ha llamado a la puerta. Casi nadie alza la voz por una bomba de relojería que tenemos entre las manos. Somos 7.700.000.000 millones de personas y en una década llegaremos a 8.500.000.000. Y esta bomba demográfica no está maniatada, pues agrava la crisis ecológica, las hambrunas en época de sequía, los conflictos fronterizos, la lucha por los recursos hídricos, las migraciones desesperadas y la acentuación de la pobreza. Nadie aporta soluciones desde las altas esferas, como dando por hecho que este barco va a la deriva.

Facilitar medios anticonceptivos y educar en una sexualidad responsable, incorporar por igual a la mujer en la escuela y dar sostén a los ancianos, redistribuir la riqueza y el trabajo son soluciones factibles a corto y medio plazo. Debe haber una voluntad política para ello… En realidad cabe preguntarse si el verdadero virus no seremos nosotros mismos.

El virus es pequeño pero trae grandes consecuencias. La operación salida no será nada fácil. Gran parte del tejido productivo se ha dañado aunque se puede restaurar con inversiones, tesón y eficacia. Lo que no está tan claro es que la crisis de confianza sea tan fácil de recuperar. Saldremos a la calle con miedo, con una emocionalidad agujereada por tanto tiempo de confinamiento. Nos costará coger un avión para pasar unos días de merecidas vacaciones, pero al turismo, del que vive tanta gente, que viene a nuestras costas, también le costará venir tan alegremente. La crisis económica que nos viene encima no la vamos a sortear con las mismas estrategias que antaño de la misma manera que el chaparrón que nos cae encima no lo podemos parar con un pequeño paraguas plegable. Hemos caído en una desmedida y lo que estamos viviendo es una purga.

Tenemos poder

Pero esta purga nos trae una gran oportunidad: repensar nuestro estilo de vida, cuestionar nuestros valores, discriminar entre lo accesorio y lo importante, entre lo anecdótico y lo esencial. La sociedad que ya está llegando es una sociedad robotizada e informatizada. El sistema actual escupe por las cloacas puestos y puestos de trabajo. Al fin y al cabo un robot trabaja 24 horas, no paga impuestos y no está inscrito en un sindicato. Para el sistema somos prescindibles y eso significa ser un cero a la izquierda. Claro, eso es así, si las leyes no cambian, si la población es pasiva, si dejamos de estar informados, si nos cruzamos de brazos y no nos defendemos.

La sociedad futura será distópica si caemos en la trampa de creer que no tenemos poder. Pero si creemos que otro mundo es posible, haremos que las industrias modernizadas paguen suficientes impuestos, intentaremos que el trabajo se redistribuya, que haya un techo a las ganancias de los más ricos porque es inmoral que el uno por ciento de la población tenga tanta riqueza como el resto a la vez que no dejaremos a los más desfavorecidos que caigan en la indigencia. Compartir recursos y crear redes solidarias, salir de la ostentación para valorar precisamente a las personas más solidarias es algo que podemos hacer entre todos. Tenemos más poder del que creemos, cada cosa que compramos es un voto, y si nuestro consumo se vuelve más y más responsable veremos cambios significativos en nuestra sociedad.

Estos días hemos vivido lo que significa estar más cerca y tener todo el tiempo para compartirlo con nuestros seres queridos. Tal vez esta sea la mejor de todas las enseñanzas: los afectos no tienen precio. El virus nos ha puesto la pistola en las sienes pero la presencia de la muerte, una vez hemos superado el pánico, nos puede llevar a la certeza que la vida es sagrada. Los bosques, los mares, los animales y las personas formamos parte de un todo, de un equilibrio delicado. Ahora es el momento de atenderlo. Hay que salir del egoísmo y del narcisismo para rendir cuentas y empezar a reparar nuestras vidas y nuestro planeta. Puede sonar todo muy idealista pero cuando estamos al borde del precipicio cualquier atisbo de esperanza es una luz al final del túnel. Que la salud y la paz sea con todos.

Julián Peragón, antropólogo, profesor de yoga.