Después de visitar los santuarios himalayos más sagrados como Gangotri, Kedarnath y Badrinath, afrontando abundantes desprendimientos de tierras y acompañado por una legión de peregrinos y sadhus, he recalado en la siempre sorprendente, incluso onírica, palpitante y en muchos sentidos doliente Hariward y por fin me he encontrado con Ananda Ma Yi. Escribe Ramiro Calle.
Había una cola de decenas y decenas de metros de devotos ansiando verla, pero la Madre ha dicho que me metieran por otro lado para no tener que esperar. Me he sentido un poco culpable, sí, pero me he dejado llevar. Y tras haberla buscado en Benarés y en otras partes del norte de la India, finalmente estoy ante ella.
La yoguini con más de diez millones de seguidores, la más idolatrada y venerada, la que apenas mueve la lengua para algo decir pero que impregna a los devotos con su contagiosa serenidad, su santidad, su arrobadora presencia. He caminado por un estrecho pasillo y finalmente estoy frente a la diosa, que está enclaustrada en una minúscula habitación. Los devotos desfilan por el pasillo y pasan ante ella mirándola durante unos fugaces instantes. Está muy erguida, sentada en postura de exquisita dignidad, ataviada de una sencilla prenda inmaculadamente blanca, seria, pero sin la menor solemnidad. Y me pregunta: «¿Cuál es su labor? ¿Por qué está aquí? ¿A qué ha venido?».
«Tenía muchas ganas de verla -le respondo-. Me dedico a entrevistar personas espiritualmente elevadas y recojo sus enseñanzas para incluirlas en mis libros y darlas a conocer.
Ananda Ma Yi ya es una persona mayor, pero permanece erguida como si quisiera tocar el cielo con la cima de su cabeza. Es coqueta. Le pongo más minuciosamente al corriente de mi labor, mientra ella asiente con la cabeza. Le hablo de mi centro de yoga y de los grandes maestros que ya he tenido ocasión de entrevistar. «Hay que ponerlo todo en práctica. Hay que estar con Él», me dice.
Aunque el lugar es un poco sombrío, puedo contemplarla con toda nitidez. Es hermosa todavía para su avanzada edad. De joven era de una belleza fascinante, cautivadora, inolvidable. Pero su marido nunca -se dice- logró poseerla. Ella estaba aun de niña -también se dice- en otro plano. Me comenta: «Siga con su trabajo, que la gente sepa que hay vida espiritual, que hay un gozo que se puede alcanzar».
Le pido permiso para fotografiarla y me lo concede. Se yergue más si cabe para las fotografías.
He oído decir que está en un plano tan elevado que ni los maestros, ni los yoguis, ni los sadhus pueden entenderla.
Con Acharya Shama
Tras dejar su ashram, callejeo por Hariward. Mis pesquisas nunca se detienen. Así que me entero de que hay un gran erudito hindú que se llama Acharya Shama y tiene su ashram en esta sacrosanta y peregrinada ciudad. Hacia allá me dirijo. Sé que es un hombre notable, muy profundo conocedor de la tradición hindú y del yoga. Le voy a formular algunas preguntas clave. Comienzo por la siguiente en cuando estoy frente a este pandit de llamativa apostura, mayor pero atractivo, ojos de mirada intensa, casi sobrecogedora, afable, muy educado.
«Gracias por recibirme, Acharya», le digo. Enseguida me habla de la necesidad de controlar los sentidos, y a través de ese control, autodominarse, y a través de ese autodominio, hacer posible el autodesarrollo y controlar a su vez las acciones.
«Hay que cambiar las acciones. La persona debe hacerlo. Para ello tiene que practicar algunos de nuestros sadhanas, como la meditación, para hacer posible el desarrollo interior y la iluminación de la consciencia superior. Hay que purificar las conductas».
¿Me puede decir algo sobre la reencarnación? ¿Se puede aprender a morir? Responde:
«La filosofía de la reencarnación que mantenemos y seguimos abraza la concepción de que el ser esencial no se pierde. Según la filosofía india, el ser esencial o espíritu no se pierde. Al vivir, el cuerpo es como un vestido que nos ponemos y que luego nos quitamos, pero aquello que vive en el cuerpo es eterno y va tomando otros cuerpos. Cuando finalizamos con este cuerpo, podemos tomar otros cuerpos. Los samskaras (tendencias subliminales) también son transferidos en la reencarnación. Habrá diferentes niveles de evolución, iremos desarrollándonos progresivamente hasta alcanzar un grado supremo de evolución. Debemos practicar la vivencia de que el espíritu es algo muy diferente del cuerpo, y que no es perecedero.
Se nos dice en el Bhagavad Gita: ‘Las armas no pueden cortarlo, el fuego no puede quemarlo, el agua no lo moja, el viento no puede alcanzarlo’. Hay una práctica especial que hacer cuando nos vayamos a dormir. Al ir a dormirnos, sintamos como si fuéramos a morir y experimentemos que el cuerpo yace ahí, pero que el ser esencial, el espíritu, marcha hacia la amada Divinidad. Si llevamos a cabo esta práctica, diremos: ‘Señor, he cumplido con mis responsabilidades como es debido, ahora pongo en tus manos de nuevo todos los instrumentos que me diste, y voy a morir’. De esta manera podemos practicar la muerte todas las noches. Es una práctica, una sadhana. Practicando de esta manera aprenderemos a morir».
Nos queda mucho por hablar. No pienso soltar la «presa», pues para algo soy un «cazador de personas santas». Así que le indagaré sobre la muerte consciente, el cuerpo etéreo, el samadhi y el liberado-viviente. En el próximo trabajo compartiré todo ello con vosotros, buenos amigos en el viaje hacia los adentros. Al revisar mis notas, me alegra ver que tengo preparados encuentros con swami Subrotananda en Calcuta, con el Dalai Lama, con Vicente Ferrer, con el médico personal de Gandhi en cuanto vuelva a Delhi y con otros grandes de la Búsqueda, recordando una vez más, desde lo más hondo de mi ser: «Sin el Dharma, esta vida no es nada».