Cerca ya de la celebración del Día Internacional del Yoga, quizás merezca la pena pensar en sus principales retos en la sociedad actual. Puede que el mayor sea devolverle su sentido de búsqueda de la integridad, entendida como necesidad de profundizar en la propia verdad y en la virtud, por encima de la omnipresente apariencia. Escribe Pepa Castro.
Somos seres dispersos, distraídos en mil afanes, viviendo en unas sociedades bastante neuróticas en las que se habla mucho y se piensa poco y en donde se da más importancia a aparentar que a ser; al gesto y la pose; al eufemismo; a la evasión y la huida de la realidad.
En la comunidad del yoga lo sabemos bien. En muchos aspectos, el yoga se ha transformado en un mundo de yupi lleno de sonrisas y cánticos, cuerpos gloriosos y sagradas intenciones, y conexión, mucha conexión. Pero ¿estamos aprovechando al máximo el valor del yoga como herramienta para profundizar en uno mismo y cuestionarnos si estamos viviendo en coherencia con nuestros propios valores y libres de condicionamientos?
La estética, la sensualidad, el bienestar… conceptos que nunca formaron parte de las intenciones del yoga, están ganando la partida a la exploración interior. También abundan los egos desmedidos y el postureo espiritual junto con el físico, que ya es una invasión. Y el ensimismamiento, que nada tiene que ver con la mente despierta y atenta que el yoga postula. Y el sectarismo, que pretende la adhesión incondicional y la renuncia a la ilusión del mundo creando otro tipo de maya irreal que no libera sino que atrapa igualmente.
Pero ¿no es el yoga un instrumento para indagar en la verdad, perseguir la integridad y profundizar en la coherencia entre lo que somos y lo que hacemos? Es sabido que meramente imitando o siguiendo a otros (modas, tendencias) solo lograremos deambular en la superficie de las cosas, en la apariencia. Y no, no es eso lo que queremos. No se trata de mostrar ni demostrar nada; bien al contrario, lo que el yoga propone es diametralmente opuesto: un trabajo de autoexploración profundo, muy íntimo, honesto, radical, en orden a liberarnos de aquello que esclaviza nuestra libertad de espíritu. Y si creemos que nos está atrapando otro tipo de intenciones más agradables en el “ambiente” del yoga, a lo mejor debemos cuestionárnoslo.
Resituar prioridades
Mucho nos lamentamos de la superficialidad que impregna todo, y también al yoga. Pero no se sabe cuántos acérrimos defensores de la tradición del yoga más genuino resistirían la prueba del algodón de satya, el amor a la verdad, por más que completen la Primera Serie o paren las fluctuaciones de la mente varias horas al día. Sin embargo, el respeto a la verdad en el día a día, la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace, debería situarse en primer término del camino hacia esa Verdad con mayúscula que tanto veneramos.
La integridad es la cualidad que tiene una persona de actuar siempre apegada a los valores de la rectitud, la honestidad, la verdad y la equidad, tanto para su trato con los demás como para consigo misma. Nuestras sociedades están hambrientas de profundizar en esos valores que nos hacen humanos, pero nos tienen distraidos y atrapados en otros afanes mucho menos importantes. ¿Por qué no nos proponemos volver a situarlos como prioridades, en vez de obsesionarnos con esta carrera loca de aparentar ser los más estupendos, flexibles, conectados y felices?
Ese creo que es el camino real del yoga y el reconocimiento que merece como método para hacer emerger en nosotros la sed de autenticidad sobre las falsas virtudes de la apariencia, la impostura, la estética, la evasión, la exhibición o el divertimento.
Pepa Castro es codirectora de YogagenRed