Relatos/ Cuatro palabras

2016-03-22

¿Qué mejor lectura que un buen relato lleno de sentido? Este que hoy te presentamos es uno de los 29 que forman el libro Por qué el destino puso este libro en tus manos, escrito por Chema Vílchez, quien ha tenido la cortesía de compartirlo en exclusiva con los lectores de YogaenRed.

CUATRO-PALABRAS

Con frecuencia la vida nos ofrece sucesos extraordinarios, acontecimientos hilados por una prodigiosa mano invisible. Vivencias que parecerían extraídas del mundo de los cuentos si no fuesen, como es en este caso, experimentadas en primera persona…

Hace algunos años, en un inesperado viaje a África, me alojé durante una noche en un hotel de la ciudad de Rabat, un lugar humilde con cierto aire colonial. La joven que trabajaba en la recepción me ofreció la única habitación disponible explicándome que su ocupación conllevaba una condición: debería compartirla con un pájaro al que sólo le gustaba dormir en aquella alcoba. En principio tan desconcertante requisito me pareció una broma, pero la muchacha no tardó en explicarme que, por alguna misteriosa razón, era únicamente en ese cuarto donde el ave era capaz de conciliar el sueño. Así pues acepté su compañía no sin cierta extrañeza.

El animal en cuestión era un Psittacus Erithacus, especie que los neófitos en ornitología llamamos loro gris o papagayo. Desconocía hasta entonces que los especialistas en aves consideran este espécimen como uno de los seres más inteligentes, cualidad que complementa con la habilidad de pronunciar palabras de forma bastante fluida, quizás con mejor dicción que algunos humanos.

La dueña de la pensión, mujer simpática y que, a diferencia del pájaro, basaba su comunicación no tanto en el uso de idiomas como en una apasionada gesticulación, me intentó aclarar que el papagayo había aparecido en el edificio un año atrás y lo había adoptado asombrada por sus virtudes y dominio de lenguas extranjeras.

Ante tal circunstancia, lo que más me sorprendió no fue el desparpajo con el que éste actuaba, sino que repetía múltiples vocablos en diferentes dialectos. Con un inconfundible acento británico musitaba:
Welcome, How are you, Nice to meet you —y parecía autocontestarse en francés añadiendo: —Merci, Le plaisir est pour moi.

Y establecido en tan atípico monólogo, alentado por huéspedes y turistas, el papagayo desplegaba una prometedora vocalización del español, italiano y alemán. Aunque más allá de la notable oratoria, lo que llamó mi atención fueron unos sonidos que, según avanzaba la noche y ya recogidos en nuestra habitación, repetía con insistencia. Era algo parecido a: —Tembo karimu, tembo karimu —añadiendo tras una breve pausa: —Kuokoa maisha, kuokoa maisha —Y a menudo unía las cuatro palabras con impecable elocuencia: —Tembo karimu kuokoa maisha, tembo karimu kuokoa maisha.

Debo confesar que, a pesar del incesante parloteo, la compañía del loro resultaba entrañable. De este modo, arropado con el murmullo de su voz y narcotizado por el calor, me rendí ante el dios Hipnos, al tiempo que las calles de la ciudad se sumergían en el silencio de la noche. Y en ese momento, como un espectador que se eleva por encima de los acontecimientos, pude experimentar un extraño sueño:

Había comenzado el verano y la sabana africana ardía bajo el mes más caluroso que los termómetros habían marcado en décadas. En esa remota e interminable llanura, un joven elefante corría veloz. Tan sólo hacía unos días que su madre y hermanos habían sido abatidos por los disparos de cazadores furtivos. Éste, asustado y distanciado de la manada, huía sin rumbo, bajo un sol que comenzaba a rasgarle la piel. Tras varias horas deambulando pudo distinguir en la distancia algo que llamó su atención, era una forma irregular que irrumpía en el desértico paisaje y se dirigió hacia ella con la confianza de encontrar remedio a su desamparo. En ese instante un hermoso pájaro, un loro gris, se posó liviano sobre su cabeza y juntos avanzaron descubriendo que la imagen en el horizonte no era otra cosa que un árbol cuya marchita apariencia presagiaba un final inminente.

En mi sueño pude percibir los pensamientos del elefante que parecían decir: “Pobre árbol, seguro que fue majestuoso y estuvo lleno de vida”. Efectivamente, año tras año, aquel enorme ser arbóreo había visto sus ramas pobladas de aves, siendo sus hojas alimento para todo tipo de herbívoros y su extraordinaria sombra hospitalario reposo para las manadas. Y así, mientras paquidermo y papagayo iban cabizbajos rodeando la petrificada estructura del árbol, empezaron a intuir su propio destino.

Pero fue en el momento de detenerse, derrumbados junto al tronco seco, cuando al límite de sus fuerzas y esperanzas pudieron escuchar un tenue rumor de agua. Casi al mismo tiempo, corriendo uno y volando el otro, buscaron el origen del prometedor sonido, encontrando, a no más de cien metros, un manantial y su transparente charca. Ambos se sintieron tremendamente aliviados y bebieron saciando su sed hasta no poder más.

Entonces el elefante recordó la presencia del árbol y conmovido pensó: “Me gustaría hacer algo por él, intentaré llevarle toda el agua posible y quizás logre salvarle”.

De manera que llenó su trompa con abundante agua y la fue vertiendo a los pies del acartonado tronco. Una y otra vez recorrió el camino, del manantial al árbol, del árbol al manantial. Perdidos en mitad de la nada, el elefante pasó cientos de horas subiendo y bajando, regando con devoción suelo y raíces; arrastrando sus patas como en esas pesadillas en las que uno apenas puede caminar, esperanzado en devolverle a la vida. Por su parte, el loro gris, testigo de cuanto acontecía, tampoco claudicaba ante la evidencia y sobrevolaba la cabeza del elefante y las ramas del moribundo, como queriendo comunicar sus espíritus.

A continuación, en el sueño habían pasado varias semanas y pude contemplar la siguiente escena: Dos pilotos planeaban sobre el lugar en una vieja avioneta. Eran vigilantes del Parque Natural tratando de valorar los daños de tan cruel verano. Frente a sus ojos sólo aparecía una vasta superficie de tierras resquebrajadas y los restos de cientos de animales abrasados por el sol. Todo era muerte y desolación, hasta que avistaron un enorme árbol cubierto de frondosas ramas y hojas verdes y, bajo éste, un elefante que tumbado descansaba mientras un pájaro revoloteaba alrededor de ambos.

Parecía un milagro, nadie alcanzaba a entender cómo en mitad de aquel infernal páramo, tras meses de sequía y a muchos kilómetros de cualquier lugar amable, podían haber sobrevivido un elefante, un árbol y un loro.

Por último, antes de acabar mi sueño, el elefante volvía a su manada, el gran árbol seguía reinando majestuoso con la llegada de las lluvias y el papagayo emigraba a las tierras del Norte de África…

Cuando a la mañana siguiente desperté, encontré a mi compañero de cuarto y protagonista del insólito trance apoyado sobre mi pecho, mirándome mientras repetía: —Tembo karimu kuokoa maisha. Tembo karimu kuokoa maisha —Perplejo por semejante experiencia, apunté en un cuaderno las cuatro palabrejas que con tanta insistencia el pájaro aparentaba querer recordarme.

Ese mismo día abandoné la pensión, no sin cierta nostalgia por despedirme de mi emplumado amigo.

Una vez de regreso a Madrid y rehén de la cotidianidad, olvidé parte de lo ocurrido, aunque pasado algún tiempo tropecé con el bloc donde había anotado la misteriosa frase. En ese instante decidí buscar su significado preguntándome si semejantes fonemas tendrían algún sentido. Después de varias horas indagando y reviviendo el extraño sueño, ante mi estupor esto fue lo que encontré:

El idioma era similar al swajili. La primera palabra, tembo, significaba elefante. Karimu podía ser noble o generoso. Kuokoa recordaba a una forma verbal utilizada para expresar el acto de salvar. La última palabra, maisha, equivalía a vida.

Seguramente el Psittacus Erithacus, nuestro afable loro gris, inteligente como pocas criaturas, seguirá en el hostal repitiendo sin descanso, como si de una oración se tratase, su aventura, su epopeya, su revelación. Y quizás algún inquieto turista o visitante pueda entender o interpretar sus enigmáticos sonidos. Pero nunca sabremos si alguien más llegará a descubrir, a rescatar del insondable mundo de los sueños, la increíble historia que se oculta tras aquellas cuatro palabras.

“Tembo karimu kuokoa maisha”, el elefante generoso salvó nuestras vidas.

El libro

LibroChema-VilchezPor qué el destino puso este libro en tus manos está editado por Mandala Ediciones y maravillosamente ilustrado por Carmen Redondo.
Se puede comprar en librerías de toda España, y también se puede conseguir como libro electrónico en Amazon, Ibooks Store de Apple y a través de la web de Mandala o en la web del autor: http://www.chemavilchez.com

Chema Vílchez, el autor, es graduado con honores en el Musicians Institute de Los Angeles, California. Especialidades en armonía moderna, arreglos y composición, guitarra clásica, guitarra flamenca y eléctrica.  Profesor de Yoga por la Fundación Sivananda. Otros libros suyos: El sueño del navegante y otros poemas (1995), Yoga, Renacer a la vida (2006)

Más información: Entrevista en Yoga en Red