Cuento breve de Carmen Caleya perteneciente a la serie La niña que lo sabía todo, en la que una niña vestida de blanco, descalza y con una flor de loto en el pelo encarna la Sabiduría. La autora ha creado estos cuentos a partir de historias basadas en las escrituras clásicas de la India.
– ¡¡¡No pueeeeeeedooooooooooo!!!, gritó terriblemente enfadado Tomás. ¡Ya estoy harto de este violín! Por mucho que me esfuerzo, no le saco ni una nota afinada. ¡Se acabó! Ahora mismo lo voy a estrellar contra la pared. ¡Muerto el perro, se acabaron las pulgas!
La niña que lo sabía todo pasaba en ese momento bajo la ventana de Tomás. Con su voz suave, como de olas, le dijo:
-¿Qué pasa, Tomás? Pareces furioso…
-¡No puedo más de tocar este instrumento!, siguió despotricando Tomás, mientras se asomaba por la ventana. Se quedó callado, mirando embobado los ojos de la niña, que parecían aún más profundos que de costumbre.
– Pero Tomás, ¡si has mejorado muchísimo tu técnica! -le sonrió la niña, tranquila.
-Llevo meses esforzándome en sacar algo bonito de estas cuerdas y lo único que salen son chillidos de rata -replicó Tomás, con menos convicción-. Nunca llegaré a ser un gran artista. Nunca cumpliré mi sueño de ser el solista de la orquesta…
-¡Ay, Tomás!, no seas exagerado. Ven -bájate un rato a dar una vuelta -le dijo la niña-. Y te cuento un cuento.
– ¿De verdad? -respondió Tomás, contento. Y bajó corriendo las escaleras de su casa. Antes de bajar el último peldaño, escuchó a la niña que empezaba:
Había una vez un niño que deseaba más que nada en el mundo ser arquero, pues, para él, ser arquero representaba la valentía y la rectitud más altas.
El niño, que se llamaba Ekalavya, sabía que sólo existía un sabio capaz de enseñarle el arte de las flechas con maestría. Ese maestro se llamaba Dronacharya y se dedicaba enseñar artes marciales a unos príncipes que se preparaban para una gran batalla.
Ekalavya, haciendo acopio de todo su valor, se dirigió un día hacia el lugar donde se encontraba su maestro con los demás arqueros. Postrándose ante él, le dijo:
–Oh, gran maestro Dronacharya, le pido por favor que me enseñe el noble arte de lanzar flechas.
Dronacharya, que tenía el poder de ver el futuro, lo rechazó enérgicamente, puesto que sabía que si lo aceptaba como discípulo, se convertiría en el mejor arquero y mataría al príncipe Aryuna en la batalla final.
-Yo no puedo enseñarte, le dijo. Habrás de buscarte otro maestro.
Ekalavya, comprendiendo que no había forma de hacer cambiar de opinión al gran Drona, decidió quedarse escondido en el bosque donde estaban aprendiendo los demás arqueros. Después de que se fueran, cogió un poco del barro que habían pisado los pies del venerable sabio.
Muy contento, volvió al bosque y construyó una estatua a imagen y semejanza de Drona, ya que sentía por él un amor incondicional y era su deseo más profundo convertirse en su mejor arquero.
Durante largos años, volvía una y otra vez al despuntar el alba a los pies de la estatua y con devoción, pasaba allí todo el día lanzando flechas, mientras recibía la enseñanza de la imagen de barro. Su firmeza y convicción eran absolutas.
Un día, pasado mucho tiempo, mientras realizaba su práctica en el bosque, coincidió en el mismo bosque con su maestro.
El perro del maestro, que merodeaba por allí, lo descubrió y empezó a ladrar insistentemente. Ekalavya, temiendo que descubrieran su secreto, lanzó un montón de flechas a la boca del perro, no para matarlo, sino para que la mantuviera abierta.
Con un montón de flechas en la boca, sin poder ladrar, el perro salió huyendo hacia el claro del bosque donde estaba Dronacharya.
Atónito, el maestro adquirió en ese mismo instante la certeza de que quien había logrado tal proeza era el mejor arquero del mundo. Sacó cuidadosamente las flechas de la boca del perro y le ordenó que lo condujera hacia el arquero.
Al llegar hacia el lugar donde se ocultaba, Dronacharya le preguntó al joven:
-¿Quién te ha enseñado el noble arte de las flechas?
-Pues tú, maestro -respondió el muchacho-. ¿Quién podría haberme enseñado si no tú? ¡Oh, venerado maestro!
-¿Yo? -respondió el maestro incrédulo-. ¡Pero si yo te rechacé!
Entonces, Ekalavya se giró y le mostró la estatua que lo representaba. Dronacharya, emocionado, entendió entonces el inmenso amor que ese muchacho tenía hacia la práctica, muy superior al de ningún otro de sus discípulos.
Sin embargo, no podía permitir que se convirtiera en el mejor arquero, pues vencería al príncipe Arjuna en la batalla final. Por este motivo, se vio obligado a pedirle una prueba de amor definitiva. Con lágrimas en los ojos, se dirigió a él.
-¿Yo soy, pues, tu maestro?
-Tú y nadie más que tú -respondió firmemente Ekalavya.
-Pues no me has dado ningún regalo a cambio de mi enseñanza -replicó Drona.
– ¿Qué te puedo ofrecer, maestro? -ofreció el muchacho, humildemente.
– Dame el dedo gordo de tu mano derecha -le pidió el maestro.
Sin dudarlo ni un instante, Ekalavya se cortó el dedo gordo de su mano derecha y se lo entregó al sabio quien, con el rostro bañado por las lágrimas, lo recibió emocionado.
Dronacharya lo reconoció finalmente como su discípulo y recibió la gracia del conocimiento. A pesar de no tener ya su dedo pulgar, Ekalavya se convirtió en un arquero legendario, recordado para siempre por su tesón y por su valentía.
–¿Y esta historia es cierta? -preguntó Tomás, un poco desconcertado.
-Eso dicen -contestó la niña, con una sonrisa misteriosa.
-Pues creo que me vuelvo a casa. Voy a seguir practicando. Aún me queda mucho por aprender…
-Bien dicho -parecieron decir los ojos inmensamente bellos de la niña.
Y, desde la calle, empezaron a oírse espléndidas melodías desafinadas.
Carmen Caleya es profesora de yoga y autora de la serie de cuentos La niña que lo sabía todo, en preparación. Cuando se publique el el libro, las ventas las destinará a un grupo de niños que apadrina en un orfelinato de China.
Carmen escribe estos cuentos breves a partir de historias que cuenta su profesor, David Rodrigo (Āchārya Jijñāsu), maestro tradicional de Advaita Vedānta, en su clase de Escrituras clásicas de la India.
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