«Aquel no iba a ser un día como los demás. Era uno de esos días densos de verano en los que hasta las sombras buscan la sombra. Una de ellas la buscó en la puerta de mi oficina. Pude verla tras mi resaca y el vidrio traslúcido donde venía escrito mi nombre del revés. Una sombra llena de curvas». Es un relato de Roberto Rodríguez Nogueira/Yoga Pirata.
-Toc, toc -golpeó la sombra en la puerta.
Esperé en silencio. La puerta se abrió lentamente. La sombra avanzó desde el pasillo, condensándose paso a paso. Y qué pasos. Por educación elemental no miré las piernas interminables que los dirigían a la luz. Zapatos brevísimos de tacón. Rojos. Medias de lycra recién inventadas por un héroe francés. Profesionalmente ignoré la perfección de aquellas caderas que habrían tensado, como velas de fragata, todos los hábitos de una congregación de hermanos trapenses.
-Hola -dijo la sombra, ahora reducida al espacio entre unos labios coralinos y el ala de un sombrero negro.
La seguí mirando, saltándome lo demás para luego.
-Hola, respondí haciéndome el interesante, una de las pocas cosas interesantes que me puedo permitir hacer con mis ingresos.
-El señor… -miró la puerta- Wolram.
-Marlow -corregí.
Miré desde dentro. La mujer terminó de entrar. Ceñida en negro. se giró con elegancia y contempló el nombre escrito. Yo la contemplé a ella. Descubrí dónde terminaban sus piernas interminables y cómo mis viejos hábitos también podrían tensarme.
-¿Ha escrito su nombre para leerlo usted mismo?
-Créame, algunas mañanas me es muy útil.
La mujer se volvió hacia mí. Yo le indiqué la silla desvencijada que me mira durante horas. Ella la convirtió en trono con el solo gesto de sentarse. Tuve muchos celos de la silla.
-Me llamo Helen d’ Spinosa.
Voz clara, profunda, bien templada. Su acento era del sur. Determiné algún lugar entre Badajoz y la Patagonia. Me tendió la mano.
-Por favor, llámeme Helen. Estreché aquella mano suave, cálida y fuerte.
-Marlow.
Ella sonrió y se llevó la mano.
-¿Marlow Marlow? -preguntó sonriendo.
-En realidad es Wolram Marlow.
Su risa animó su rostro e hizo brillar unos ojos oscuros.
-Alguien me ha hablado muy bien de usted -me dijo. Negué con la cabeza.
-Entonces no me conoce.
-Créame, lo conoce a usted.
-¿Y le ha hablado bien de mí? -insistí-. Entonces yo no conozco a esa persona. ¿Le importaría presentármelo? Me viene bien un amigo este mes.
Volvió a reír. Una risa más cercana, menos intensa, más profunda y suave.
-Toni.
Yo sólo conozco a un Toni.
-¿Toni Manos de Plata, el percusionista del Samarkanda?
-Exactamente. Me dijo que usted era la persona ideal para resolver mi problema. En realidad me dijo que usted sería el único que podría hacerlo.
Tenía una extraña lógica. Toni me debía dinero y me mandaba una clienta solvente. No era la primera vez.
-¿Y qué problema es ese que Toni le aconseja que resuelva yo?
-El mismo que tiene él.
Toni tiene mujer y tres hijos. Está enamorado de Henry Li, acróbata de la Ópera china al que adoraría poder tocar en público como a sus bongos, pero no puede por la obvia diferencia cromática, la escasa diferencia sexual y la certeza de que su mujer lo mataría.
-No lo creo -me conformé con decir.
-Créalo -Helen bajó la mirada-. Él y yo buscamos exactamente lo mismo.
Era difícil pensar que se refiriera al acróbata. No tenía idea de en qué clase de búsqueda podían coincidir esos dos. Maldito calor. Mi cerebro estaba espeso.
-Nos buscamos a nosotros mismos- terminó por confesar y suspiró.
Suficiente para un viernes. Me incliné hacia atrás y abrí el cajón nevera donde, rodeado de hielos, descansa Mr. Daniels, mi asistente. Lo pensé mejor y miré a Helen. Acaricié un blanco de Rueda llamado Cu-cú Cantaba la Rana. ¡Qué diablos! Me la jugué. A fin de cuentas no sabía si Toni buscaba a Helen, si Helen buscaba a Toni, o si ambos, juntos o por separado, buscaban a Henry… O si éste los buscaba a ellos…
Puse el vino y un vaso casi limpio sobre la mesa. Helen se sorprendió. Punto para mí. Serví el elixir dorado que realzaba su vestido negro.
Helen tomó el vaso e hizo las cosas bien. El bourbon se paladea chasqueando ruidosamente la lengua y echando el escalofrío con un suspiro prolongado, rasposo. El buen vino se paladea lentamente, se lo deja deslizar y contar su historia y, tras tragarlo, se inspira profundamente. El whisky es relajación, espiración. El espíritu desgastado sale con fuerza. El vino es escucha. La inspiración invita a la renovación espiritual… He sido un atento y fiel monaguillo trapense.
-Me busco a mí misma -confesó Helen inspirada.
Me lo empezaba a temer. Guardé el Cu-cú y me eché dos dedos de Jack en un vaso menos limpio.
-¿Y Toni dijo que yo era el tipo indicado para eso?
-Insistió mucho.
Le eché dos dedos a los dos dedos. Miré a Helen d’ Spinosa directamente a los ojos olvidando que aún no había contemplado a gusto su escote, que es mucho olvidar, y vacié el vaso.
Chasqueé la lengua, raspé el suspiro, exhalé y dije entre lágrimas de cuarenta grados:
-Ya no me dedico a eso.
-Toni dijo que antes lo hacía.
No quería oírlo. Pensé en volver a echar dedos. El estómago dejaría de arder pronto.
-Le he dicho que ya no me dedico a eso.
-Él dijo que era usted el mejor.
-¿Cree que halagándome logrará su propósito? ¿Se lo dijo Toni? -Dos dedos.
-Me dijo que reservara lo mejor para cuando se beba su siguiente trago.
Odié a Toni. Ella sonrió inquisitiva. Me desafiaba. Malo… para mí. Ella y Jack hacían una pareja perfecta. Ladrones de espíritus. Dos dedos más. Bebí. El servicio prestado por Jack I me evitó la sesión de chasquido, escalofrío, etcétera. Permanecí incólume.
-Intente ahora -me planté con voz firme, o eso quiero creer.
-Me busco a mí misma y le necesito a usted para eso.
-No -raspé con determinación, o eso quiero creer.
-Detecto un temblor en su voz, Sr. Marlow.
A la porra.
-Detecta usted a Mr. Jack Daniels. Mi determinación sigue encolumnada. Mi mástil sigue incólume. Incólume. A la porra.
Fui a echarme otros dos dedos de cuatro. Ella tapó el vaso.
-¿Hemos llegado a esto? -pregunté, o eso creo-. Odio a Toni… ¿Eso lo he dicho yo o usted?
-Lo ha dicho usted -dijo Helen- pero creo que no quería decirlo.
Ella seguía sin destapar el vaso. Aparté la botella.
-Es cierto, es un odio privado, el mundo no necesita saberlo.
-¿Cómo puedo encontrarme a mí misma? -insistió sin compasión.
Inútil resistir. Arrinconado, apaleado, espeso. Aquí debo contar otra historia, pero antes le echo dos dedos de cuatro al vaso de Helen, que no ha tapado.
-Relájese d´Spinosa -le acerco el vaso. Ella lo toma y se lo bebe sin pausa. Bravo. Chasquea, gruñe, yergue la espalda, exhala y se agita como una leona. Se desnuda. No eso no. Mi imaginación se desboca, pero mi determinación ya no está incólume. He pasado esa fase hace varios dedos.
La historia es la siguiente. No siempre he sido detective privado o dedicado monaguillo trapense. Una vez…. una vez muy larga, de más de veinte años, fui profesor de yoga.
Tuve que dejarlo cuando las cosas se pusieron feas. O bonitas. Sí, bonitas. Todos querían cosas bonitas. Todos podían tenerlo todo o eso les habían contado. Y muchos quisieron conocerse, encontrarse, aceptarse y amarse bonitamente porque estaba de moda. El último producto del mercado. Antes de que el yoga estuviese de moda era cosa de beatniks y otros raros. De pronto las estrellas empiezan a hacer yoga y sus satélites, su legión de fans, deciden descubrir sus yos interiores. Entonces descubren que el tal yo interior no se parece un pelo a la jeta de su admirada estrella, como esperaban, sino que es más bien como el estallido abundante y repentino de una escrófula purulenta. Cuando descubren que su niño interior es un nosferatu… entonces quieren matar al mensajero, que no es otro que el profesor de yoga.
Salí por piernas del yoga shala, me cambié el nombre y me saqué una licencia de detective en cuya foto salgo aún con turbante.
Los ojos de Helen brillan como los míos. Sé que los míos lo hacen porque lo veo todo rodeado de un aura resplandeciente. La de Helen es azul, dorada y rosa, con toques púrpura aquí y allá y algún que otro trauma sin resolver que no quiero mirar. No puedo dejar de ver, aunque lo intento, un anhelo profundo, tierno, infantil. Y lleva, como sospechaba, una leona dentro.
-He practicado el método Pilates -dice con voz de nena-. Ocho años de ballet. Universidad. Kung Fu. Meditación Zen. He leído a Kerouak y a Ginsberg. He tenido un par de novios. Padres perfectos. Los odio. Me odian. Tengo mi propio negocio, gano una pasta y mis padres me pasan otra puntualmente -se queja.
-Pues no sé si está preparada para conocer algo mejor, Helen.
-No me importa que sea peor.
Respuesta correcta a mi pesar.
-¿Qué quiere usted conocer de sí misma?
-El origen de mi dolor.
-El origen de algo feo no suele ser bonito.
-No me importa.
-¿Se sufre tanto siendo una mujer de éxito que está como un queso? -pensé o pregunté, no lo recuerdo.
Sus ojos se clavaron en los míos. No era una mirada de pena; era una mirada dura, cortante, de esas que te hacen tragar cristales. Mejor rabiar que quejarse, pensé a su favor incólume, impávido, borracho perdido.
-¿Sólo desea encontrar dolor?
-Deseo dejar de sufrir
-¿Para qué? Ponga un nombre, una meta a su anhelo, un puerto al que llegar.
-Inocencia. Recuperar la inocencia -respondió sin pensar.
Sus ojos brillaban. Sonreía. Estaba allí sin saberlo. El momento pasó y ella no pudo verlo.
-¿Puede ayudarme el yoga?
-No.
Quedó helada. Al segundo sus ojos echaban chispas.
-Oiga, Helen, vino usted porque quiso. Yo no la llamé.
Se inclina hacia delante sobre la mesa y apoya los antebrazos en ella. Repta hacia mí. Su escote está a la altura de su magnífico trasero… No. Está bastante más arriba y del otro lado, pero yo estoy ya muy impávido.
Helen duda entre levantarse, estrellar los vasos y la botella en mi impávida jeta e irse o quedarse ahí odiándola.
-¿Puede ayudarme usted?
Se queda odiándola. La miro fijamente a los ojos y la echo otros cuatro dedos de whisky al vaso porque dos caen fuera al no mirarlo.
-No.
Helen tomó el vaso y miró la bebida. Sus ojos parecieron volverse de ámbar oscuro como Jack, que la sostenía la mirada sin alterarse. Yo deseaba decirle: “Lo tienes delante, Helen. La respuesta está en tu mano y te entra por los ojos”, pero a los monaguillos trapenses se nos entrena en el silencio más estricto.
-¿Se lo va a beber? -pregunté como pista número uno.
No respondió.
-¿Lo va a mirar? -enervante pista número dos.
No respondió.
-¿Qué ve ahí tan interesante? -y hasta aquí puedo leer.
Esta vez sí que respondió. Se levantó de la silla y estrelló el vaso contra la pared a mi espalda. No pestañeé. No me malinterpreten. Soy un cobarde bien entrenado, si no estuviera impávido habría saltado como una gacela de Thompson.
Helen respiraba agitadamente. Cogí otro vaso. Cuatro dedos. Dos fuera y dos dentro, y eso que lo estaba sujetando para que no se moviera. Se lo pasé.
-Mira usted con demasiada emoción. Hágalo con dulzura.
Helen me arrancó el vaso de las manos, pero se detuvo a mirarlo en vez de estrellarlo contra el muro de mi estoicismo.
-¿Qué ve ahora?
Miró la superficie. Quedó en silencio. Una lejana sonrisa se acercó desde muy muy lejos. Llegó y floreció en su rostro. Ya saben ustedes qué veía.
-El yoga no puede ayudarla -repetí-. Yo tampoco. Sólo puede usted. Haga lo que quiera. Yoga, pilotes, dirigir su empresa, pero hágalo con esa mirada de ámbar, leona. Véase haciendo lo que hace con la pasión de esa mirada de cuarenta grados. Vea lo mejor de usted. Encuéntrelo en cada cosa que hace. Deje de buscarlo en el yoga, en mí, en Toni. Deje de culparse a sí misma, a sus padres, a los novios. Haga lo que quiera y encuentre su espíritu en vez de agotarse por buscarlo sin descanso donde no puede estar, donde usted no está.
Helen volvió a mirar su reflejo en el vaso. Lo levantó.
-A mi salud -bebió de un trago.
Exhalación. Escalofrío. Sus ojos refulgían como diamantes en las manos de un avaro. Saqué el Cu-cú Cantaba la rana y un tercer vaso. Se lo puse delante. Ella lo tomó entre sus dedos largos y fuertes y se buscó en el dorado. Su aura se expandió y sus ojos también. Me miró.
-A su salud -Bebió. Paladeó. Inspiró. Sonrió.
-El yoga no va ayudarla a encontrar nada que esté buscando -dije-. Yo tampoco.
Me miraba con interés y con tranquilidad. Se sentó y tardó unos quince minutos en cruzar sus interminables piernas, o eso me pareció.
-Siga respirando así. En el presente. Espire la tensión, inspire la vida. Acompáñese siempre de su espíritu. Eso es respirar. Yoga es encontrar, es dejar de buscar. Es reposar en su espíritu y no correr tras su ansia.
-Practicar yoga -continué- estar con usted, será mejor que emborracharse cada día para encontrar su propia aceptación, su propio perdón, su veredicto de inocencia. La volverá perfectamente… impávida. Burps.
-¿Y ya está?
-Por supuesto que no. Deberá seguir emborrachándose a diario. Elija la opción más sensata: drogas o yoga. Todos los días se alejará de usted misma y deberá encontrarse de nuevo, atrapar su espíritu. El yoga es medicina para la memoria.
-Marlow -su voz rasgada acarició mi nombre fundiéndolo en sus labios-, ¿por qué es detective?
-Se me da bien encontrar cosas.
-¿El trabajo de un detective no es buscarlas?
-No.
Quién es
Roberto Rodríguez Nogueira es profesor de yoga, blogger y escritor.