Compartimos este artículo del blog de nuestra amiga Ana Ballesteros, periodista y brillante escritora, profesora de yoga en Nueva York y ahora al servicio de Embracing de The Word. Os recomendamos su recién nacido blog Sin las nubes no sería lo mismo.
Una de las sevas (servicio desinteresado y voluntario) que hago para Embracing the World –la organización humanitaria que agrupa la obra benéfica que inspira Amma en todo el mundo; os invito a visitar su web– es traducir discursos. He trabajado tantas horas en ellos que casi podría recitarlos de memoria. (¡Pero no me lo pidáis que no se puede! Mucho mejor escucharlos en un programa.)
Una de las características de las enseñanzas espirituales de Maestros como Jesús o Amma es su simplicidad. Se expresan de forma muy sencilla y frecuentemente acompañan su mensaje de alguna historieta o cuento. A mí me suele pasar que sonrío -o me río directamente- al escucharlas: es como si de repente me estuvieran contando cosas que ya sabía, pero sin yo saberlo. Se produce un reconocimiento.
También dicen frases pegadizas que afloran espontáneamente en mi conciencia cuando la situación se presenta.
Una de las que más me ha llegado últimamente es que el corazón es como una aguja que todo lo une y la mente, como un par de tijeras que todo lo separa.
No os podéis imaginar lo útil que es ese símil cuando mi mente -que adora los juicios y las condenas- empieza con su discurso. Hay veces que se pone muy peleona y cuando me quiero dar cuenta llevo un rato poniendo verde en mi cabeza a la fulanica o el fulanico de turno. Y eso después de años de práctica, que cuando empecé en serio a trabajarme no había manera de morderme la lengua.
Afortunadamente, ahora casi siempre “solo” me torturo mentalmente a mí misma. Pero también pasa todavía –y esperemos que cada vez menos– que si tengo el día cruzado, porque estoy conectando, por ejemplo, con una emoción dolorosa, caiga de lleno en la inconsciencia y esa energía se transmita también con palabras. Antes me fustigaba mucho por eso; ahora me lo tomo con compasión. Empecé contándome que si no soy capaz de ser compasiva (que no condescendiente) conmigo misma nunca podré serlo realmente con los demás y de ahí pasé a recordarme que desarrollarse y crecer siempre implica cometer faltas y errores.
Otra técnica casera que me ayuda mucho a soltar la pelea (es decir, el intento de la mente de ser tijera) es visualizar que cubro de pétalos de flores a mi fulanito/a de turno. Una voz interior: “Se va a enterar esta la próxima vez que me venga con… le tenía que haber dicho que…”. Y la otra dice: “Om, om, om… te llueven pétalos de rosas, te tiro margaritas, guapa…” Y la otra: “Si es que es muy fuerte, pero que muy fuerte… a mi no me tratan así…” Y volvemos: “Ommmmm… te envuelve una luz dorada…” Al final suele pasar que le pongo tanto entusiasmo que termino riéndome sola de mis propias ocurrencias)
También ayuda mucho recordar que en realidad cuando cualquier persona (incluidos nosotros) no actúa desde el amor es bien por inconsciencia, bien porque está herida. Suele suceder que aquellos que peor las gastan son los que más sufren y aunque no haya que dejarse avasallar y consentir comportamientos que no sean correctos, también es cierto que poner límites sin reaccionar -esto es, respondiendo con calma- es otro aprendizaje: cuando afloran nuestras emociones hace falta una gran capacidad de autocontrol, es decir, que para poder responder con conciencia tenemos que aprender a controlar primero nuestra propia mente.
Cuando al principio leía o me hablaban de estas cosas no os vayáis a pensar que a) me hacía mucha gracia o b) me funcionaba. No era consciente de que en realidad todas las emociones que experimento tienen que ver más conmigo que con el otro y que en realidad mi reacción a las palabras o los actos de los demás es una señal de que una parte de mí está pidiendo sanarse. Son viejas heridas que el otro provoca; nadie las crea con un comentario o un comportamiento hiriente, ya estaban ahí.
Total que ahora no solo tiro pétalos y digo guapo/a; es que además hasta les doy las gracias por la oportunidad de hacerme sentir como un trapo para poder observarlo, trabajarlo y soltar, aunque no siempre suceda en el momento del calentón. Y lo curioso es –esto si me lo cuentan hace unos años no me lo creo- que he terminado adorando a muchos de esos personajes que antes me tocaban tanto las narices. No solo han sido grandes maestros (sobre todo de humildad), es que además les estoy muy agradecida por cada faena, porque me han hecho mucho más fuerte. Ahí está el secreto: usar al otro como espejo de un tema que tenemos que trabajarnos y con ello ganar fuerza interior. La otra opción es lloriquear y alimentar la ristra de pensamientos negativos que se desencadenan cuando nos provocan y debilitarnos todavía más física y mentalmente. En mi caso gran parte del trabajo ha sido –y es– abandonar el papel de víctima de las circunstancias y tirar de corazón. Sí, del corazón que une sin escuchar a la mente que separa.