El debate actual no debe ser si debemos hacer un yoga moderno o bien tradicionalista, sino revisar si nuestra forma de practicar yoga mantiene esa esencia que está más allá de toda época y de toda cultura y que busca la liberación del sufrimiento. Escribe Julián Peragón (Arjuna).
Sería imposible separar aroma y pétalo, luz y fuego, rayo y trueno, por la sencilla razón de que la esencia y la forma de cada uno mantienen un diálogo eterno e irreductible y son, a todas luces, dos aspectos de la misma realidad. Ocurre lo mismo a un nivel más cercano: consciencia y pensamiento, mente y cuerpo, visceralidad y mundo forman parte del tejido de la realidad y, sin embargo, se reclaman mutuamente sin necesidad de confundirse.
No podríamos expresar lo que genuinamente somos si nuestra mente no tuviera la suficiente estabilidad y nuestro cuerpo el vigor necesario.
Este diálogo entre esencia y forma toma especial relevancia hoy día al hablar del mundo del yoga. Encontramos yogas con un enfoque totalmente tradicionalista y otros más modernos que se apartan de cualquier atisbo a lo ancestral. Y en medio, toda una gama, casi infinita, de estilos y formas de transmitir el yoga.
Para no perdernos en este laberinto deberíamos enfocar la brújula que señala el norte y dejar que nos oriente el aroma sutil de esta ciencia milenaria. Para ello, a mi entender, tendríamos que recolectar las verdades, digamos universales, que se desprenden de su filosofía y su práctica, y separarlas de las formas concretas, socioculturales, idiosincrásicas, religiosas y mitológicas, todas respetables, que se dan en su seno.
La antropología nos dice que las necesidades humanas son, en su mayoría, las mismas, pero la forma en que se resuelven, muy diferentes y dependen de múltiples factores. En el ámbito espiritual ocurre exactamente lo mismo: la necesidad de transcendencia del ser humano es una y sus formas infinitas. Sería insensato criticar la forma en la que otra cultura o tradición se estructura para obtener lo mismo.
El problema, a mi entender, viene cuando queremos trasplantar culturas, imitar tradiciones, repetir liturgias, copiar técnicas que no siempre se entienden o se adaptan a lo que realmente necesitamos hoy en día, aquí y ahora.
Un atajo para salir de este atolladero es recurrir al concepto de filosofía perenne que popularizó Aldous Huxley donde se expresan esas verdades nucleares que han transmitidos los sabios de diferentes épocas y culturas y que, resumiendo, son la certeza de un espíritu que lo interpenetra todo y de una chispa de lo divino que está en la base de lo que somos, que vivimos en un mundo dual envuelto en una capa de ilusión donde creemos que las circunstancias nos darán la felicidad anhelada, y que todo ello crea una fuente de insatisfacción permanente.
Esta filosofía nos alienta a buscar una salida al sufrimiento y volvernos sabios sin abandonar una acción responsable y compasiva hacia el mundo.
El Yoga, un camino fecundo poliédrico e incluso paradójico
Si hiciéramos una lectura ecuánime de las Upanishads, la Bhagavad Gîtâ, los Yoga sûtras, los textos del Hatha Yoga, entre otros que son un referente en el Yoga, nos daríamos cuenta de que resonamos con esa misma esencia. El Yoga, como bien sabemos, es una vía de conocimiento intuitivo, un camino de acción desinteresada, una respuesta al sufrimiento, un sendero de amor incondicional, un cultivo exquisito de la atención para percibir la realidad infinita, un vuelo místico, una alquimia energética y una forma de sacralizar la vida, incluido el propio cuerpo, entre muchas otras visiones.
El Yoga es todo eso y más, porque tiene a sus espaldas una rica tradición y un deambular fecundo por muchas otras tradiciones. En medio del Yoga encontramos al samkhya, al budismo, al vedanta, al tantra, entre otros, y también el encuentro con la cultura y la ciencia occidental. No podríamos hablar, por tanto, de una verdad pura ni de una tradición fija. El Yoga, nos guste o no, es poliédrico, fecundo, incluso, paradójico.
Seguramente la mayoría de los practicantes de Yoga estaríamos de acuerdo con esta esencia, con matices, por supuesto. La idea de liberación, que comparten tantas otras tradiciones, es una esperanza en nuestras vidas. No obstante, el problema –y lo afirmo a riesgo de repetirme– está en ese diálogo imprescindible entre esencia y forma. El viento que azota en alta mar, por poner una imagen, tiene que ser recogido flexiblemente por las velas del velero so pena de naufragar. La máscara tiene que encajar con el rostro, el zapato con el pie, la estrofa con la música y así sucesivamente. Quedarnos en un Yoga esencialista sin darle forma a una praxis es totalmente estéril, pero mantener una forma que pierda de vista lo esencial de esta ciencia es extremadamente empobrecedor. Y, en los extremos de esto que digo, nos encontramos con disfunciones harto sabidas de un yoga acrobático que hace un culto al cuerpo, o de estructuras tradicionalistas, casi sectarias, patriarcales, que enarbolan la bandera del Yoga pero que buscan el enriquecimiento y la manipulación de conciencias. Afortunadamente esto son extremos, pero hay que mantenerse atentos.
Valores del Yoga adaptados a las necesidades actuales
Soy el primero que siento admiración por el conocimiento de nuestros sabios en el pasado, pero no se me escapa que estas tradiciones que ponemos muy cuidadosamente en nuestro altar formaban parte de una élite que guardaba celosamente su conocimiento, y de sociedades estructuradas en castas desiguales donde además la mujer no tenía un lugar paritario, salvo alguna excepción. Por eso creo que es necesario considerar que la extraordinaria divulgación que se ha hecho del Yoga en estas últimas décadas en Occidente y gran parte del orbe ha llevado a una democratización de esta ciencia donde la mujer tiene un peso muy notable. Por otro lado, el aspecto saludable del yoga –del yoga bien realizado, me refiero– ha impulsado el cuidado en lo postural, la higiene profunda y la alimentación más natural como una forma de medicina preventiva y como contrapunto a una tendencia a la sedentarización de la sociedad de consumo y de hábitos tóxicos que todos conocemos. Adaptar el yoga a colectivos con unas necesidades específicas como embarazadas, niños, personas mayores, oficinistas, deportistas o personas con discapacidad, entre muchas otras, dan un balón de oxígeno a una forma de vida moderna cargada de presión.
Desde mi punto de vista, el Yoga va haciendo su evolución y quemando fases vitales. Estamos a un paso para abordar el Yoga desde una mayor madurez, y deseo de todo corazón que la práctica se abra a una dimensión más contemplativa a través de las técnicas de concentración y meditación, y que perdamos la vergüenza de abordar la filosofía del Yoga haciendo una interpretación moderna e inteligente de los Yamas y Niyamas, para empezar.
El Yoga, desde mi humilde comprensión, tiene que estar conectado con una escucha profunda de lo que verdaderamente necesitamos y se adapte al milímetro a nuestra etapa vital, a nuestras capacidades, a nuestras limitaciones y a nuestras expectativas; lo contrario supone abocarnos a hacer un yoga por imitación y a cosechar un buen racimo de incoherencias, tensiones o lesiones.
Por todo ello, no creo que el debate esté en si debemos hacer un yoga moderno o bien tradicionalista, sino en revisar si nuestra forma de hacer yoga deja traslucir esa esencia que está más allá de toda época y de toda cultura. Si es así, la forma no importa, porque en una realidad impermanente toda forma cambiará como cambia el remolino del agua, como se forman y deforman las nubes y como el sol al despedirse tiñe de colores cambiantes el cielo infinito.
Julián Peragón (Arjuna). Antropólogo, escritor y formador en Yoga y meditación de la escuela Yoga Síntesis.