En un vuelo de regreso de India, me tocó de compañero de viaje un doctor en medicina originario de algún país oriental. Después de las rituales presentaciones y un poco de charla, me dijo: «Si el yoga fuera tan bueno para la salud, los yoguis vivirían muchos años». Escribe Joaquín G. Weil.
Le hablé de los centenarios Krishnamacharya, Patabi Joiss y los casi centenarios B. N. S. y B. K. S, Iyengar…
Los monjes cartujos también tienen fama de longevos. Y es que los rezos como los pranayamas o las salutaciones al sol no suben la presión alterial ni generan estrés. El yoga es claramente bueno para la salud, pero ¿qué ocurre cuando un yogui enferma?
Una de las tentaciones es esconder la enfermedad que padecen los maestros de yoga, como quien barre el polvo debajo de la alfombra. No sería el yoga el único oficio que escondiera la enfermedad de sus valedores. Es como cuando en política los achaques de un candidato tuercen las encuestas electorales. O en economía como cuando la enfermedad de un presidente o directivo hace tambalearse el índice bursátil de su empresa.
Y esto recuerda una vez más la figura del padre del Gautama Buda, que quería esconderle a su hijo la inexorable realidad de la enfermedad, la vejez y la muerte. ¿Es que vamos a pensar que desde entonces hasta aquí la humanidad ha evolucionado de tal modo que ya ha superado la enfermedad como condición ineludible de esta vida?
Es un poco un ideal prometeico o de un Ícaro aupado sobre las alas de cera de una salud perfecta, retando a los dioses no en volar cerca del sol sino en no padecer enfermedad ninguna.
El médico naturista y homeopático José Ignacio García Acosta, en su sensatez de meditador, me contaba que son mayoría los pacientes que, aquejados de una enfermedad grave, preguntan perplejos: «Doctor, ¿en qué me he equivocado? ¿Qué he hecho mal?».
La legión de seguidores del Dr. Hamer pretenden convencernos de que la enfermedad proviene de una actitud psicológica errónea. Otra versión (R. Dhalke) es la de considerar la enfermedad como un enigma, acertijo o jeroglífico que tenemos que resolver en pos de nuestra evolución espiritual. Con la obvia conclusión de que lo que pueda resolverse en la psique o en el alma no necesita ser padecido por el cuerpo.
Son este tipo de ideologías las que inducen a los pacientes que mencionaba el Dr. José Ignacio García Acosta a pensar que las enfermedades que padecemos son un error de algún tipo en nuestras almas.
Precisamente la enfermedad y la muerte de Wyne Dyer, máximo exponente del pensamiento positivo, me ha hecho meditar en todo esto. Pues si hay alguien que, a priori, parezca libre de pensamientos insalubres, ese es o era Wyne Dyer.
Escuché en una entrevista a una de las pioneras en hipnosis regresiva, Dolores Cannon, que ella no enfermaba nunca porque «comprendía» el funcionamiento de las enfermedades en nuestro ser.
¿Qué pasa entonces cuando un yogui, un maestro de meditación, un terapeuta o un especialista en salud alternativa o nutrición natural enferma? ¿Supone esto acaso una invalidación, un fracaso de sus enseñanzas o de su oficio?
Anita Moorjani, que experimentó un sorprendente caso de sanación espontánea desde un cáncer terminal, nos brinda una clave interesante: padecer una enfermedad y morir por su causa en nada resta a la natural magnificencia del ser humano.
Superman yóguico
Esto en cuanto a la enfermedad como manifestación en el cuerpo físico. Pero en cuanto al origen mental o emocional, ocurre otro tanto de lo mismo. Lo cual me recuerda a aquel profesor de yoga que nerviosísimo iba a examinarse del carné de conducir. Estaba tan alterado que casi arrancaba arriba la palanca de cambios. Le preguntó el instructor: «¿Pero tú no eres profesor de yoga?». «Claro, por eso precisamente practico yoga, porque necesito serenarme», le respondía este.
Quien pretenda ser un superman yóguico de prístina ética y sabiduría, salud y equilibrio psíquico y emocional superlativo, tenga por favor en cuenta que no hay nada más alejado de la realidad que la impostación de la misma.
Y aquí un asunto bien importante en la enseñanza del yoga: los mejores profesores de yoga no son los pretendidos super yoga-men o super yoga-women. Los mejores profesores de yoga y de meditación son aquellos que han arrostrado y afrontan dificultades y permanecen con todo en la práctica y en la enseñanza.
La vida de los grandes maestros es por sí una enseñanza en cada una de sus peripecias. Buda, con su muerte a causa de una intoxicación con carne de cerdo, nos enseñó entonces que la enfermedad y la muerte no son un un fracaso sino una condición de la vida humana en la tierra.
Evidentemente que la carne, y en particular la de cerdo, no es buena para nuestra salud ni la del planeta. Eso está claro. No hace falta que el lector se lo crea ni que se convenza con datos científicos o estadísticos; basta con que aprecie la diferencia de practicar yoga después de merendar con frutas o por el contrario con un bocadillo de chacinas.
Más que los aditivos químicos o las grasas inclasificables que lo mismo sirven para freír un pollo que para engrasar un camión, lo más determinante es la actitud mental con que se engulle una gachupeta industrial, muy distinta a la reverencia que merecen las tranquilas verduras de un huerto ecológico, la silenciosa cocina de un templo Zen o la de tu propia casa.
Y, dentro de las actitudes mentales, la básica es el amor por uno mismo. No incurrir en el error de la autoexigencia, como si ser atléticos, jóvenes, exitosos, guapos y perfectamente serenos y saludables fuera lo único que nos diera el derecho de ser amados por los otros y por uno mismo. Pero también es amor propio no cargar con el yugo de múltiples molestias físicas y mentales a las que no se pone más remedio que el ansiolítico, el antiinflamatorio y el protector estomacal.
La actitud de búsqueda que nos conduce al yoga es ya de antemano verdadero yoga, unión y amor con uno y con todo. Ese es de por sí un buen factor de salud y excelente medicina. Pero tampoco podemos descabalgar a los dioses y los santos de las peanas para colocarnos nosotros encima. Aceptemos con humildad la inmensa fuerza y grandeza de un Universo cuya naturaleza, esencia y límites desconocemos… comenzando por reconocer lo poco que todavía sabemos de nosotros mismos.
Joaquín García Weil es licenciado en Filosofía, profesor de yoga y director de Yoga Sala Málaga. Practica Yoga desde hace veinte años y lo enseña desde hace once. Es alumno del Swami Rudradev (discípulo destacado de Iyengar), con quien ha aprendido en el Yoga Study Center, Rishikesh, India. También ha estudiado con el Dr. Vagish Sastri de Benarés, entre otros maestros. Más información: http://yogasala.blogspot.com https://www.facebook.com/yogasala.malaga