Cada vez que hablamos de lo bello nos viene la imagen de que no estamos hablando de lo esencial del objeto sino de su superficie, de la impresión que nos causa su forma. Creemos que el mundo de lo sensible está divorciado de lo suprasensible y no nos imaginamos la belleza como camino de crecimiento personal o como vía de realización espiritual. Escribe Julián Peragón (Arjuna).
Es cierto que como grupo social estamos sometidos a unas creencias y a unas pautas de gusto y que el bagaje de calificativos que nos han inculcado está polarizado, siguiendo una visión maniqueista de la vida, en bueno-malo, agradable-desagradable, adecuado-inadecuado, bonito-feo, etc. Es como si las cosas y los seres tuvieran una etiqueta indeleble, una marca, un estigma que los condenara o los magnificara por encima de toda medida. Algo es bello, feo, mediocre independientemente de nuestra mirada, obviando el momento, el universo que encarna o el proceso que representa. Pero en la medida en que hemos madurado como personas hemos ahondado más allá de la imagen superficial a la que nos tiene acostumbrados los medios de comunicación, donde lo bello se identifica con un cuerpo desnudo al fondo de una botella de perfume, o en la perfección inmaculada de un coche aerodinámico.
Pareciera que la publicidad en nuestra época se hubiera instalado como una marmita donde se cocinan los mitos poderosísimos que nos mueven, auxiliada por el arte que reviste estos mitos de sensibilidad y actualidad. De entrada, publicidad y arte que han sobrevalorado la visión por encima de los otros sentidos.
Y valdría la pena entender las raíces de esta sensibilidad antes de preguntarnos acerca de lo que entendemos por bello, antes de ampliar horizontes y de integrar actitudes.
Recordemos que los primeros poetas griegos loaron al mundo y a la belleza. Para Hesíodo es bello aquello que asombra a la vista, es bella la mujer aunque sea un mal hermoso pues participa de la gracia de Afrodita. La encarnación de la belleza surge del mar pues hay una identificación entre mujer y agua, entre las ondulaciones del mar y las curvas femeninas, pues la línea más hermosa es la línea ondulada.
Esta impronta que de partida tiene nuestra cultura occidental en cuanto a lo sensible viene de la mano con un sesgo marcadamente patriarcal pues es la mirada del hombre, en tanto que mirada y en tanto que hombre. El hombre se percibe a sí mismo como sujeto mientras la mujer es el objeto mismo de la belleza.
Además para Homero la fuente de la belleza se encuentra en la naturaleza; son bellas las flores, las fuentes, ciertas partes del cuerpo de la mujer. Sin embargo la belleza masculina no aparece casi nunca por sí sola sino asociada con la fuerza y la valentía. Bello es todo aquello que expresa el ideal de un hombre honesto. En cambio para Safo la belleza del alma se alza por encima de todo. Y para los heroicos, el ideal es el atleta, pues el bien se liga a lo bello y se exterioriza en la belleza, es decir, los valientes y los buenos son a la vez hermosos.
En verdad hay bastante de heroico en nuestra sociedad pero también hay una visión práctica de la vida tal vez cimentada por nuestra era industrial pero que tiene ecos en la antigüedad.
Sócrates se pregunta por la belleza en sí y se dice que lo bello es lo que es útil. Su discípulo Platón en El Banquete insinúa que el amor es el deseo de lo bello y que la virtud es la belleza de las almas. Mientras que Aristóteles difiere sensiblemente de Platón: lo bello en el cuerpo es la salud, la fuerza o la grandeza.
Es como si toda nuestra historia fuera un devaneo entre una concepción de la belleza mundana a otra suprasensible, un ir del cuerpo al alma. Es Plotino en la Edad Media que nos dice que hay que abandonar la visión de los ojos y potenciar nuestra visión intuitiva y contemplativa al acercarnos a Dios.
Creadores de belleza
Más adelante en el Renacimiento damos otra vuelta de rosca más pues hay un resurgimiento de la antigüedad y por tanto un nuevo acercamiento a la naturaleza como lo manifestará San Francisco de Asís. Mientras en la Edad Media el arte se orienta por su utilidad, en el Renacimiento aparece el arte por el arte. De la mística se pasa a una estética de la perfección, se identifica lo bello y lo perfecto pues la belleza se logra cuando se siente que no admite ningún cambio. Para Alberti la belleza es la conveniencia razonada en todas las partes. Una obra se haya sometida a las leyes como si fuera parte de un cosmos. El Renacimiento lo tenemos a la vuelta de la esquina históricamente hablando; el artista-genio que emerge, como Leonardo, se consolida como un pequeño dios con la capacidad de cocrear la realidad hasta el más pequeño detalle. Nunca tuvo el artista en la antigüedad tanto poder ni tanta soberbia y esto ha sido nuestro legado hasta llegar al panorama actual y después de muchas revoluciones en el arte. El artista con su técnica, con su técnica de perspectiva, con su saber y sus planos podía conquistar la realidad.
Sin embargo a pesar de los grandes frutos que ha dado nuestro arte occidental, no nos quedemos mirándonos el ombligo y veamos otras perspectivas. En Oriente nos encontramos con una visión radicalmente diferente. Por ejemplo, los artistas chinos intentan captar en su arte el espíritu de las cosas a través del Qi, esta energía vital que está llena de vida y de ritmos. Para el artista es importante la sucesión de las estaciones, la salida y puesta de sol, el ir y venir del oleaje. Se dice que el sabio tiene que seguir el ejemplo de la naturaleza pues ésta es profundamente sabia. El pincel impregnado de tinta y el papel son las representaciones del diálogo perpetuo entre el yin y el yang, la energía de la tierra y la del cielo.
Por otro lado el japonés Tanizaki nos dice en El elogio de la sombra que en Occidente el más poderoso aliado de la belleza fue la luz, en cambio en la estética tradicional japonesa lo esencial está en captar el enigma de la sombra: “Lo bello no es una sustancia en sí sino un juego de claroscuros producido por la yuxtaposición de las diferentes sustancias que va formando el juego sutil de las ondulaciones de la sombra”.
Ya no se trata, hablando de arte, de dejar la obra perfecta, brillante, que sea ideal, sino de profundizar en los matices de la sombra, en la belleza de lo asimétrico, en la elegancia de lo incompleto que invita al espectador a completarlo con su mirada, a hacerlo propio con su sentir.
Para la concepción oriental todo es imperfecto e incompleto, pero no desde una posición peyorativa sino potencial. Si miramos la vida con detenimiento, todo es provisional y efímero. De esta provisionalidad nos habla Wabi-sabi que es un concepto muy difícil de definir como sistema estético global en Japón. Desde la sutileza de esta observación del orden cósmico permanentemente en cambio, la grandeza existe en los detalles desconocidos y que pasan desapercibidos. En definitiva, se trata de percibir esos trazos sutiles y evanescentes al límite de la no existencia: la penumbra en el musgo húmedo, el reflejo de una vela en el fondo de un cuenco de sopa, el remolino de una ola o la peripecia de una hoja.
Sutiles hermosuras
Este sistema nos dice que podemos hallar belleza en lo que habitualmente se considera feo, por ejemplo en aquello que está gastado, que es tosco al tacto y no está pulido. Podemos encontrar belleza en aquello que no tiene una función precisa, que es ambiguo y que es relativo. Es bello aquello que no pretende serlo como un desconchado en una pared vieja, una casa que pasa desapercibida porque no tiene motivos de adornos. En fin, es bello lo que es único, que no ha sido fabricado por moldes.
Si es cierto que las cosas evolucionan hacia la nada, que todo se gasta y termina en el límite de la no existencia, en el reino del olvido, tenemos que aceptar lo inevitable. Y lo inevitable desde que nacemos es la muerte. Por eso hay belleza cuando podemos contemplar nuestra propia mortalidad reflejada en el devenir de las cosas que aparecen y desaparecen, que nacen y mueren.
El problema reside cuando sólo queremos la vida, y sólo sentimos placer cuando las cosas aparecen y no en el placer al desprendernos de ellas.
Si uno se pudiera desprender de todo lo innecesario, dejaría un hueco en su vida para que anidara la belleza. Momento de gracia y poesía cuando uno siente que pisa levemente el planeta.
Quizás si la belleza fuera un delicado equilibrio, tendríamos que danzar con la luz y con la sombra, con lo que aparece y se oculta, lo minúsculo y lo grande, con el ser y el dejar de ser, desde dentro y desde fuera.
Quién es
Julián Peragón, Arjuna, formador de profesores, dirige la escuela Yoga Síntesis en Barcelona.
Es autor del libro Meditación Síntesis (Ed. Acanto)