¿Qué es el destino? ¿Es un camino ya instalado que sólo consiste en recorrerlo, o un camino que creamos a cada paso? ¿Libre albedrío o determinismo? Escribe Raúl Santos Caballero.
Todos estamos inmersos en una corriente empujada hacia una dirección, pero ésta a veces ofrece alternativas o desvíos que escapan a nuestra comprensión. Querer profundizar en ello es afinar la agudeza de la atención, para no dejar escapar ninguna pista que deje al descubierto el posible mecanismo que permita orientarnos hacia lo que consideramos que es bueno para nosotros. En ese momento, todo puede tener sentido, o quizás tendrá el que le demos nosotros.
Si todo está determinado, en cierto modo supone una imposición, pues no hay posibilidad de elección, al estar todo supeditado a un orden superior. Si fuera así, habría que desentrañar cuáles son las reglas del juego y predecir cuál es el sendero ya marcado, para adelantarnos a los sucesos que puedan producirse.
¿Qué o quién regiría esas pautas? La respuesta está oculta en el mundo de lo ignoto; lo cierto es que tendríamos que manejarnos con esas reglas para sincronizar más con las pruebas que se van presentando, y así no perder la sintonía que nos hace fluir con los acontecimientos. Habría que detectar cuáles son verdaderamente nuestros objetivos y nuestros potenciales, pues, como en un juego, éstas serían nuestras cartas, y deberíamos elegir con certeza en que momento arrojarlas.
Otra posibilidad es el libre albedrío. Sería no estar sujeto a ninguna ley invisible y desenvolvernos de una manera individual en un escenario sin nada ni nadie que dicte nuestras conductas.
En el libre albedrío se debe potenciar la responsabilidad, porque sin ella la libertad se convierte en libertinaje. Aquí también hay cabida para la evolución. Si, por ejemplo, venimos al mundo con ciertos rasgos de carácter que dificultan nuestra relación con los demás, podemos modificarlos a través de nuestras conductas, y por tanto estaríamos manejándonos en un libre espacio a nuestro favor y al de los demás.
De ahí que para muchos sabios, yoguis y personas realizadas, el destino sea como un río que fluye en el que estamos inmersos. El río nos lleva hacia adelante, eso está determinado y no tenemos elección. Pero inmersos en la corriente podemos optar y decidir si queremos fluir a la velocidad de la corriente o resistirnos en la misma. De ahí que en la vida cotidiana experimentemos el ir a contracorriente como pérdida de la sensación de rumbo.
Cabe observar hablando del destino, la gran necesidad que experimentamos de exigir seguridad en un mundo donde nada es seguro, excepto la inseguridad. Esa demanda puede anestesiar el desarrollo de la intuición y, por tanto, el aprovechamiento de la misma, perdiendo ese potencial de desenvolvernos en el plano vivencial de cada instante.
Conviene aprender a manejarnos con la imprevisibilidad, pues sea el destino determinado o no, llegará, y nuestra capacidad de flexibilidad frente a los acontecimientos hará que no nos quebremos.
En la vía de la búsqueda y realización de sí, el destino abruma por su naturaleza imprevisible y escurridiza que con frecuencia nos hace sentir con las manos vacías. A veces nos deja entrever destellos de orientaciones, y otras, sin embargo, nos sume en una oscuridad absoluta. De cualquier modo, no debería ser: ¨¿por qué estamos aquí?¨, sino ¨ya que estamos aquí¨, haciendo así del destino un inquebrantable aliado, pues aun con sus caprichos, siempre nos tiende algún puente para no estancarnos.