Por momentos fugaces, un punto álgido de percepción permite detectar el ilusionismo que oculta una realidad solapada por la aparente. El escenario donde solemos recrear nuestra actuación se convierte en un decorado de cartón piedra, un atrezzo misterioso en donde la angustia se dispara por su pavorosa inmensidad. Escribe Raúl Santos Caballero.
La sensación de aprisionamiento dentro de la propia vida se hace angustiosa, desgarradora. Experimentamos la fuerte vivencia de que estamos sujetos a finitud sin posibilidad de escapatoria. La propia realidad nos da la espalda, nos deja huérfanos de ella misma en una honda soledad más allá de la ausencia de personas a nuestro alrededor.
En ese momento de estupefacción, de convencimiento de falsedad en todo lo que nos rodea, se revela una inclinación a descifrar la conquista de sentido último de todo el montaje existencial. En ese instante hemos sentido una soledad cósmica fuera de lo común. Esa realidad desrealizada nos deja una huella de nuestro paso efímero en este plano vivencial. Vivimos como más real que nunca el que algún día el recorrido tendrá su fin y que ese sentimiento escapa a una comprensión racional o intelectual. En ese momento no sólo nos abandona la realidad que nos acapara, sino la mente común, pues en esa esfera no opera como habitualmente está acostumbrada.
La persona que ha tenido que vivir y vivirse en ese teatro fantasmagórico siente que algo ha cambiado. Algo se ha removido en ella. Ahora hay algo más. Algo que trata de llamar su atención mediante un juego rocambolesco. La vida, en la que tan inmersa se había sentido hasta ahora, se convierte en un simulacro en comparación con esa otra realidad que se oculta tras todo lo consistente.
Esa traumática experiencia de que se insustanciabiliza todo a su alrededor (incluyendo en muchos casos a uno mismo -despersonalización-) deja en la persona un choque adicional que rompe con todo lo que anteriormente había conformado. Duda de la veracidad de la realidad, pues ahora el esfuerzo es por sentirla consistente.
Se produce una fricción entre realidades paralelas, se tambalea la creencia de qué es o no real, pues aunque haya sido lo más parecido a una alucinación, se ha sido vivenciado como la mayor de las realidades. El pavor puede dejar atónito a quien lo experimenta, porque no hay dónde agarrarse ni dónde cogerse. Uno se siente perdido, la brújula ha fallado. El mapa se ha deteriorado y no permite ver su contenido. Se nos oculta un camino que pensábamos que controlábamos a la perfección. La sensibilidad aflora, el alma parece que traduce aquello que no ven los ojos. Parece que uno ha descubierto un truco de ilusionismo en el que estaba atrapado.
Se revela el potencial oculto
Una vez pasa el vendaval todo vuelve a la misma sintonía. Parece que todo el desbarajuste se vuelve a ordenar ante nuestros ojos. Ya no hay pruebas, todo vuelve a reajustarse como antes. Se diría que, juguetonamente, la existencia nos ha gastado una broma macabra, nos ha invitado a una especie de escondite donde participan no sólo los objetos visibles y tangibles, sino todo lo que pertenece a la esfera de lo inanimado e inmanifestado.
El hecho es que a quien le suceda esta experiencia repetidas veces, debe proceder a destinarle un significado para que no quede en una estéril sensación desagradable, pues quizás sea el indicativo de que debe no conformarse y rastrear esa otra realidad que se va escurriendo de su compresión reducida.
Una vez la persona experimenta este tipo de sensaciones, intuye que cualquier factor estresante puede desencadenar el detonante que las active de nuevo. El cuerpo se prepara para la huida, pero ¿a dónde? No hay más lejanía que nosotros mismos, ni más cercanía que nuestra propia realidad. Podemos huir de todo menos de nosotros mismos.
Quien no lo vive no lo entiende. Además, quien lo padece debe cargar con la incomprensión por parte del resto de las personas, pues ni por asomo asocian ese estado a su historial de vivencias.
Para el buscador es un motor que le moviliza a desperezar ese potencial oculto interno, ya que interpreta estos accesos como una especie de duermevela espiritual, donde la cruda desrealidad le aborda para indicarle que no debe desfallecer en el intento de alcanzar el despertar de la consciencia.
Al igual que en un bloque de mármol la estatua ya se encuentra dentro, debemos tallar hasta alcanzar la verdadera esencia que nos insufla y permita reconciliarnos con una realidad más elevada y evitar así la enemistad existencial.