No son buenos tiempos ni para la lírica ni para la compasión. Las lágrimas cotizan a la baja en la cultura del bienestar. La palabra compasión ha sido arrinconada en el desván donde yacen los vocablos que huelen a naftalina… Hasta que se presente en nuestras vidas el dolor, mejor mirar para otro lado. Una de las maneras de inmunizarse contra los sentimientos compasivos es despreciarlos como inútiles o como manifestaciones de mera sensiblería. Escribe Eugenia Castro.
Los ruiseñores no hacen otra cosa que música para nuestro disfrute. No se comen las cosechas, no anidan en nuestros graneros, no hacen otra cosa que cantar con el corazón para nosotros. Por eso es un pecado matar a un ruiseñor. (Atticus Finch a su hija Scout en la película Matar a un ruiseñor)
El término latino cum-passio significa “padecer con otro”, que es lo que sentimos cuando vemos sufrir a otro ser, persona o animal, despertando en nosotros el deseo de aliviar, reconfortar o ayudar en el desvalimiento. Es un impulso del corazón, anterior a toda reflexión, que no necesita de argumentos. Este sentimiento cuando se convierte en hábito libera de la vanidad y la soberbia, lleva a tender puentes y cooperar con otros hombres, relativizando las diferencias.
En la compasión se han encontrado las religiones, del Oriente y del Occidente, las éticas y filosofías de todas las culturas. En su Poética, Aristóteles dice que el temor y compasión son las dos emociones ante la vulnerabilidad del sufrimiento y la muerte que comparten todos los hombres.
Sin embargo, aunque la condición de ser compasivos sea una nota propia la naturaleza humana, quizá la más conmovedora, no significa que ésta tenga que darse necesariamente en todas las personas.El fanático yihadista tiene tanta moral de obediencia que es incapaz de sentir nada ante el rehén aterrorizado al que va a rebanar el cuello o ante los ojos ausentes del niño al que ha adosado un cinturón con carga explosiva; la misma anestesia que actúa sobre el soldado israelí cuando bombardea un hospital de Palestina o convierte en dianas de su fuego mortal a unos niños que juegan al fútbol en una playa de Gaza.
Que la compasión se cultiva y se alienta, lo sabían muy los antiguos griegos desde los primeros poemas heroicos. En la Ilíada, cuando Aquiles recibe a Príamo en su tienda, se apiada del anciano que ha llegado para implorar el rescate del cadáver de su hijo y en el curtido corazón del guerrero la compasión vence sobre el deseo de venganza.
El desarrollo tecnológico actual, el tener acceso a la educación, a la información y al consumo no nos hace necesariamente personas más felices, ni más libres, ni más equilibradas, ni más compasivas. Educamos a nuestros niños para que adquieran habilidades que les permitan conseguir logros académicos de éxito individual y, sin embargo, prestamos poco interés a su educación emocional.
¿Acaso estimulando solo el desarrollo intelectual se les va a enseñar a convivir, a adaptarse a una sociedad, a enfrentarse a un posible fracaso, a respetar al otro, a sentir afecto por otras criaturas, a compadecerse de todos los que sufren, sin prejuicios, ni fronteras? El “analfabetismo emocional” es una de las causas principales de las conductas agresivas, antisociales y antipersonales.
Un jefe cherokee contaba a sus nietos cómo en las personas hay dos lobos, el lobo negro del resentimiento, el orgullo, la mentira y la maldad, y el lobo blanco de la bondad, la alegría, la misericordia y la esperanza. Terminada la narración uno de los niños preguntó: ¿cuál de los lobos crees que ganará? Y el abuelo contestó: el que alimentéis.
Eugenia Castro es licenciada en Historia y profesora.
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