El sentido de la meditación 4

2015-01-13

Julián Peragón Arjuna escribe en su libro Meditación Síntesis (Ed. Acanto) sobre el sentido de este viaje de transformación personal que es la meditación. Continuamos esta serie de reflexiones para ir dibujando un mapa que nos acerque a ella (Ver las entregas primera,  segunda y tercera).

laberinto meditacion

Yo

Y es aquí donde aparece el verdadero acertijo de la meditación. El laberinto es nuestra mente, pero el monstruo, ese engendro contranatura mitad bestia mitad humano, somos nosotros. Es nuestro yo el que tiene que darse cuenta de que es puro enredo y de que, en sí mismo, no tiene capacidad de elevación.

Tenemos una vida psíquica y vivimos dentro de ella. El interior no es para nada uniforme: hay muchas voces que conviven -o malviven- a los pies del yo. Sin embargo, muchas áreas de esa vida psíquica quedaron detenidas en su momento, por lo que hoy están subdesarrolladas, y de alguna manera quieren seguir creciendo.

Estos complejos psíquicos permanecen dormidos hasta que una situación los detona, y entonces se manifiestan a través de lapsus, errores o sueños. La voluntad del yo no puede fácilmente con ellos porque aparecen cuando el control decae o cuando llegamos a una situación límite. Nuestra neurosis intenta pactar con ellos, pero a la postre se esclaviza. Los complejos avanzan, nos paralizan, nos dividen, nos hacen perder objetividad, nos arrinconan en conductas inadecuadas. Intentamos reprimir los contenidos psíquicos que nos parecen inadecuados y cosechamos un pensamiento obsesivo. Vamos de la inferioridad a la superioridad, de lo maniaco a lo depresivo, del exceso al defecto, manteniendo un estado de contradicción con nosotros mismos.

Creemos que no podemos aceptar todo lo que hay en nosotros porque si lo hiciéramos seríamos estigmatizados, apartados de nuestras relaciones, marginados en el trastero de la vida social. Sentimos cosas que no podemos confesar, deseamos situaciones innobles, fantaseamos una vida ajena que no podemos vivir. En definitiva, rechazamos fuera lo que deseamos dentro y, así, nuestra existencia se divide.

En la meditación tenemos la gran oportunidad de reconocer lo reprimido, de incorporar la sombra que proyectamos, de ampliar nuestro horizonte vital. Es cierto que tal vez no seamos tan perfectos, tan definidos, tan atractivos o tan “buenas” personas como quisiéramos, pero sin duda seremos más íntegros, más honestos, más conectados con lo que somos, y puede que más felices.

Cuando en nuestra meditación aparece un complejo, nos sentimos turbados, nos inflamamos de orgullo o nos encendemos de ira, y esa turbación es un indicador de dónde están nuestros demonios. ¿Acaso nuestras fobias no hablan del cerco al que somos sometidos por esas áreas de vida no reconocidas que nos habitan? ¿No serán los síntomas una forma de lenguaje del alma, voces angustiosas de lo que quiere expresarse y no puede? Es posible que la sombra en nosotros quiera convertirse en luz y que el malestar psíquico sea una invitación a ampliarnos.

Está el yo y está también lo otro en nosotros. Pero lo otro invade las fronteras que el yo normativo establece. Al yo le horroriza la incertidumbre, la ambigüedad, la impermanencia. Se siente amenazado por las diferencias, atosigado por las crisis, crispado por el caos. En la normalidad encuentra un respiro, pero pequeño, porque lo que uno es no cabe en una caja de zapatos. Siempre habrá algún elemento que desentone en nosotros; siempre se escapará alguna palabra fuera de tono, algún acto incívico, alguna confesión sospechosa. El yo vive en la ilusión del control de la que, tarde o temprano, tiene que despertar.

No podemos vivir impunemente traicionándonos a nosotros mismos, y eso mismo es la normalidad: un intento de ser como los demás pero sin serlo en el fondo, porque lo que somos no es del todo definible, nuestro proceso personal es tan peculiar que somos realmente únicos.

Aunque sería necesario aclarar que el yo no es a ciencia cierta un enemigo. Evolutivamente cumple una función de ajuste entre realidades: es resolutivo en las decisiones y establece un orden en los procesos de vida. El problema lo encontramos cuando el ego dirige nuestra vida, cuando usurpa el lugar del Ser, cuando confunde lo importante con lo urgente, cuando se polariza en la defensa y en el ataque. No lo olvidemos: el ego es miedo enquistado, y por lo tanto teme su disolución.

Uno de sus síntomas es la sorda culpabilidad, al sentirse separado de lo otro que nos habita, de los demás y de todo lo que nos sostiene. Nuestra vida psíquica está disociada, y en consecuencia eso es lo que vamos a encontrarnos en la meditación.

Ser

Bien, pero si no somos el yo, ese complejo estable de nuestra mente; si no somos el gestor de nuestros contenidos mentales, ¿quiénes somos? Si indagamos, podemos darnos cuenta de que aquello que llamamos carácter es un collage de impresiones que hemos ido acumulando a lo largo de nuestra vida y con las cuales nos hemos identificado. Por tanto, si sacamos de la personalidad lo que se construye en torno a una imagen social, ¿qué nos queda?

Me viene a la mente una imagen astrológica: en la primera casa del zodiaco, allí donde tenemos el ascendente, el cielo aparece. Nace el sol, la luna y las estrellas, pero curiosamente en el horizonte se ven mucho más grandes que cuando están en el cenit, a pesar de que la distancia no varía sustancialmente. Si bien se trata de un fenómeno óptico, cabe preguntarse qué nos está indicando esto a nivel simbólico. Parecería que pretenden llamar nuestra la atención. De la misma manera, también el carácter parece comportarse como una llamada de atención, como un amplificador de lo que somos. Las máscaras en el teatro antiguo realzaban el rictus del actor y, a la vez, amplificaban su voz.

Máscara y rostro están unidos, pero no cometamos el pecado de confundirlos. Lo que verdaderamente somos es un impulso de vida que adopta una forma para poder expresarse. Encarnamos en este cuerpo y en esta vida para manifestar algo que viene de otro lugar, de las profundidades del Ser. Dramatizamos, de alguna manera, el baile cósmico. El espíritu es un espectador que se extasía ante el baile asombroso de la naturaleza, de las más exquisitas bailarinas, que son nuestro cuerpo y nuestra mente. El fondo infinito de lo que somos se encandila, por un tiempo, en el juego de las formas que cambian constantemente, en la corriente de la existencia que se vierte instante a instante para luego ser transformada. Somos un flujo que se vierte en un jarro, el cual envejecerá o se romperá, y aquel flujo, siempre fluido, tomará otra forma, y después otra.

La forma no es más que el sueño del espíritu, y nosotros, tarde o temprano, tenemos que despertar de ese sueño, de esa ilusión. Cada momento tiene una forma definible; cada situación presenta una cara que poco a poco se transforma. La ley de la forma es la impermanencia, la fugacidad, la transitoriedad, pero el Ser, el ser que somos, está más allá de la forma, es puro sujeto.

Cuando miramos el cielo nocturno lo encontramos profundo y oscuro, casi tenebroso; sin embargo, está repleto de luz. El universo se desborda por sus hechuras de tanta luz que alberga. La luz, al igual que el Ser, es invisible. Sólo vemos la luz cuando ésta choca contra algo, contra la forma. Vemos el vestido rojo porque la luz choca en el tejido y desprende aquella frecuencia de colores que descarta. Sólo refulge el vestido y su rojez, pero la luz primaria permanece oculta.

De la misma manera, el Ser no puede ser visto: no tiene altura ni tamaño, no tiene cualidades ni sabor, es pura luz, luz de la conciencia. Percibimos al Ser en su choque con el alma, con la mente, con el cuerpo. La amapola que brilla al amanecer es amapola pero también es el Ser que la hace brillar. Si pudieras apagar el Ser, desaparecería la amapola; pero si retiras la amapola, el Ser vuelve a su invisibilidad. La vida es un baile entre la forma y la esencia, la bailarina y el espectador.

Viaje

Cuando empezamos con la disciplina de la meditación, estamos comprando un billete de viaje. Ya hemos intuido que la meditación nos acerca al Ser, a la fuente de la que provenimos, y que nos permite morar en nuestra propia naturaleza. Pero para ello hemos de hacer un largo viaje. Es un viaje iniciático porque supone una prueba de valor, una confianza inquebrantable para superar resistencias y obstáculos que nos encontraremos en el camino.

Al igual que se hace al entrar en un laberinto, hemos de dejar nuestros miedos en el primer recodo del camino y cultivar nuestro coraje, dejar caer nuestras dudas y afianzarnos en nuestra confianza. En la tradición esotérica del Tarot, el arcano sin número tiene que hacer un viaje. Tiene que transformar su locura en sabiduría, y para ello tendrá que superar innumerables pruebas que le deparará el destino. El arcano del Loco representa a un vagabundo, un bufón o un don nadie, desde la perspectiva exterior, pero también es un caminante, un buscador o un iniciado, desde una visión esotérica.

Desde la perspectiva de la normalidad, aquel que se aleja del centro del cauce donde habita lo convencional es un excéntrico, un marginado. El que camina en el margen de lo aceptado lleva un estigma, provoca rechazo o admiración, pero también ira o miedo. Aquel que busca más allá de lo consensuado, cuestiona, y puede ser considerado un visionario, un genio o un chiflado. Sin embargo, está claro que, dado el exceso de cordura al que nos somete la normalidad, un cierto grado de locura es signo de salud mental. Meditar desbarata la visión chata del mundo, pone en jaque el pensamiento único y nos aleja de lo excesivamente literal. Todos soñamos con la libertad del Loco porque, aunque precipitado y soñador, tiene el coraje de recorrer nuevos caminos en busca de su plenitud.

Este viaje iniciático que recorre el Loco pasa por tres etapas. Las comentamos porque son pertinentes para entender un poco más el proceso meditativo en el que nos hallamos.

La primera pasa por resolver el mundo, es decir, por saber manejarlo con soltura. No podemos ir a lo transpersonal si en lo personal, en el ámbito más inmediato de nuestra vida, tenemos problemas de autonomía o independencia. Si no nos sostenemos sobre nuestros propios pies, si no sabemos subir cumbres para luego bajarlas, es decir, empujar proyectos y darles cuerpo, difícilmente podamos traspasar el umbral de la espiritualidad. Cuando el mundo nos acorrala contra las cuerdas, es tentador buscar refugio en cualquier templo.

La segunda etapa consiste en reconocer que el mundo se vive desde el interior, que todo es una proyección de nuestros deseos y esperanzas, de nuestros miedos y confusiones. Aquí, no se trata tanto de ajustarse al mundo como de dar un sentido a la propia experiencia. Aprender a despojarse de todo lo superfluo hasta quedarse con lo esencial es el camino de la sabiduría. Vivir desde uno, y no desde los mandatos externos, culturales o sociales.

La tercera etapa es un camino de trascendencia. Hemos viajado del mundo al interior de nosotros mismos, ahora se trata de comprender que más allá de lo que somos está la infinitud que nos espera. Es el momento de revisar nuestra sombra, de dejar caer la torre de seguridades de nuestras filosofías, de depurar nuestras vanas esperanzas y de, por fin, plenamente transformados, danzar con la vida, en la plenitud del presente, en la libertad del Ser.

Como decía San Agustín, hemos de ir de fuera hacia dentro, y de dentro hacia arriba. En cierta manera, la meditación pasa por etapas parecidas. Peleamos con la postura y con el cuerpo -que es una representación del mundo-, nos encontramos con la mente y sus laberintos, para después abrirnos a la experiencia sin límite que llamamos libertad.

Esta es una cuarta entrega de El Sentido de la Meditación, primer capítulo del libro Meditación Síntesis, de Julián Peragón Arjuna.

Meditación Síntesis está de venta en librerías. Pero se puede pedir el libro en:http://www.editorialacanto.com/

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Arjuna (Foto: Guirostudio 2013)Quién es

Julián Peragón, Arjuna, formador de profesores, dirige la escuela Yoga Síntesis en Barcelona.

http://www.yogasintesis.com