Afirmo esto (las dos cosas) con pleno convencimiento. Mi certeza viene de mi concepción personal sobre este arte que no sé si practico (por la falta de regulación) y que me parece que no enseño (ídem) con mi mejor intención. Tal vez, de estar adecuadamente regulado y homologado podría, al contrastarme, decidir si soy un yogui, un profesor de yoga y/o un simple y feliz qué se yo. Escribe Roberto Rodríguez Nogueira.
Voy a sumergirme en mi mismidad inmediata a ver qué encuentro, a ver si soy capaz de aclararme. Espero que el lector me acompañe dispuesto tanto para la sonrisa como para la especulación filosófica.
Mi opinión personal dominante, perfectamente discutible incluso por mí mismo en mis momentos de agria autocrítica (pocos), es que la práctica del yoga es:
a) Una forma de masturbación espiritual sumamente entretenida.
b) Una gimnasia altamente sofisticada y saludable.
c) Una práctica elegante que refina cualquier curriculum y conversación por contener la expresión “psicofísico” y palabras en exóticos idiomas muertos.
d) Una posibilidad de ser realmente sincero con uno mismo (la más difícil y útil).
e) Una forma de relación extremadamente positiva entre seres humanos.
Y es por la “d” (de difícil) por la que a mí se me da que lo del yoga es una práctica disciplinadamente escéptica, o lo que es lo mismo, que yo no puedo ser sincero conmigo con la verdad de otro, o que si me miro en el culo de otro no tengo por qué reconocer mi cara. Yogui o profe de tal no sé si soy o no soy, pero escéptico me va quedando claro que sí. ¡Viva! Algo voy sabiendo.
Advertencia
(Cesa la música, pantalla en negro, letras en blanco, crujido rítmico de la cinta del cinematógrafo)
——En el caso de que el lector profese conscientemente dogmas yóguicos o de cualquier otra clase, el autor aconseja el cese inmediato de la lectura antes de que esto se ponga más chirriscante, que se va a poner. En el caso de que, como el propio autor, los profese inconscientes, lo que está por venir seguro que le pone… de un modo u otro——
Fin de la Advertencia
(Regresa la banda sonora, la pantalla se viste de imágenes)
A falta de un único gurú yóguico semejante al Papa, un superculo en el que todos los yoguis nos reflejemos sin disensiones, en el Occidente monoteísta nos planteamos la regulación de la enseñanza del yoga de mil cabezas, muy racionales nosotros, muy ilustrados, como el simple ejercicio de una actividad laboral en un ámbito mercantil. ¿Qué es un profesor de yoga? ¿Cómo se hace? ¿Qué debe saber y qué puede ignorar? ¿Para qué sirve y para qué no? Y sobre todo, ¿cómo paga sus impuestos?
A falta de dogma o revelación, siguiendo la econobiblia capaz de traducir todo por un valor en dinero, y detrayendo del susodicho la parte inalienable del Estado (impuestos), se consigue el placet y la unción como yogui enseñante: “Vale, sea Perengano profesor de yoga”. Ya sólo hacen falta unos yoguis Nivel 1 reconocidos por el Estado que digan que los demás son yoguis Nivel 2 o capaces de pagar impuestos. Así nos queda: “Yogui es el que paga impuestos por enseñar lo que otro dice que enseña”. Resumiendo: “Yogui es uno que trabaja”.
Pues no me da la gana. Yo me metí en esto para no trabajar.
Creo que enseñar yoga es una relación espiritual, a pelo, entre uno que cree que no sabe y va pillao y otro que sabe que no sabe pero va algo más ligero. El segundo hace saber al primero que saber o no saber no es lo importante, que antes el citado “uno” debe estudiarse su propio “cree” con mucho amor, o al menos con la menor violencia posible. Y eso con el cuerpo serrano. ¡Toma ya! Ahí empieza el yoga (que decía el gramático).
Atrápenme (reguladores y tituladores) esta mosca por el rabo, si pueden, y compongan manuales de formación e impresos tributarios que expliquen cómo se hace eso en cada caso y cómo debe pagarse y tributarse. Yo no soy capaz ni, francamente, me hace la menor falta.
Y como escéptico practicante no puedo afirmar que lo que yo digo tenga más verdad que lo que dicen otros. Tampoco puedo afirmar que tenga menos. Lo único que puedo afirmar es que ni soy la persona adecuada para regular esto del yoga, ni puedo aceptar la regulación de otro (me da lo mismo que sea aquí o en la India). El resultado de tal regulación del yoga como trabajo o actividad profesional no se va a parecer un pelo a lo que yo practico o enseño. Por cierto, seguramente que la no-regulación de otro tampoco se parezca a lo que yo hago o enseño, cosa que, evidentemente tampoco me afecta lo más mínimo.
Conclusión, que la rosa huele lo mismo con otro nombre, que decía el poeta. Que si yogui es el que trabaja yo seré, qué se yo, cigarra de canto exótico y enseñaré a componer versos con el dolor, el cuerpo y la risa.
Lo que he aprendido en esta reflexión, que espero resulte útil al lector, es que un yogui feliz es muy difícilmente regulable. Un yogui feliz es perfectamente excelente. Y necesario. Con cualquier nombre.
Quién es
Roberto Rodríguez Nogueira es profesor de yoga, blogger y escritor.