En los últimos tiempos he estado colaborando como profesora de yoga en un equipo multidisciplinar de un hospital mental. Muchas de las personas que se someten a terapias neuropsicológicas tienen un nivel de estrés tan alto que a veces boicotea la labor del terapeuta, y mi labor consistía en diseñar prácticas personalizadas que les ayudasen. Escribe Luisa Cuerda.
A la hora de definir mi función, surgió la palabra «yogaterapia». Sin embargo, propuse otro concepto que creo que la explica de manera más ajustada: «yoga aplicado».
Es natural que los médicos y los psicólogos, que no sabían nada de yoga, hablaran de «yogaterapia». Estaban acostumbrados a verla en todas partes, bajo el epígrafe de «terapias alternativas» y creo que hicieron un alarde de apertura mental y buena voluntad al incluirme en su equipo como otra terapeuta más. No hubiera sido tan natural, sin embargo, que, como profesora de yoga, yo aceptase como buena una palabra que en mi opinión desvirtúa por igual el yoga y la terapia despojando a ambos conceptos, en una curiosa anti-sinergia, de las muchas cosas buenas que los adornan.
El yoga es, por definición, el control de las actividades mentales (YS I.2) y tiene como objetivo la libertad, entendida como el cese de las fluctuaciones de los guṇa-s y la consecuente instauración de la energía de la Conciencia en su verdadera forma (YS IV.34).
La terapia es el tratamiento de determinadas dolencias físicas o mentales para eliminarlas o reducirlas. La definición del yoga y su fin último responden a un camino de desarrollo espiritual que, aunque en ocasiones pase por la curación de determinadas dolencias que lo impiden o dificultan, no constituye por eso una terapia en sí misma, ya que el objetivo de la terapia es la curación de una dolencia, no el desarrollo espiritual.
Un profesor de yoga enseña a su alumno, de manera personalizada, un camino que, seguido con constancia y cuidado, propiciará su desarrollo espiritual; por supuesto, si ese alumno cae enfermo, el profesor variará la práctica para remediar o aliviar ese estado. Esa práctica de yoga dirigida al practicante enfermo se conoce como cikitsa, palabra sánscrita que significa ‘tratamiento’, y dura hasta que el practicante puede continuar su práctica habitual. Además, un profesor de yoga, como cualquier ser humano solidario con sus semejantes, puede enseñar a una persona que no esté interesada en el camino del yoga cómo aplicar determinadas técnicas para mejorar su condición psicofísica. No creo que esa sea una razón para trasladar el acento desde la pedagogía a la terapia. Ni tampoco creo que, como profesores amantes de nuestra profesión, debamos estar deseosos de que eso suceda.
Una palabra muy cotizada
La palabra «yogaterapia», que es relativamente nueva (y cuya aparición está, en mi opinión, muy influida por la demanda occidental) aparece cada vez más en las escuelas de yoga indias como una combinación de yoga personalizado y conocimientos de āyurveda , disciplina que, junto con el yoga, bebe de las fuentes del sāṃkhya, por lo que ambas se complementan adecuadamente. Sin embargo, en occidente no son muchos los profesores de yoga que, a la vez, son expertos en āyurveda, donde «experto» es el resultado de una formación minuciosa y exigente, con un largo periodo de prácticas supervisadas y una dedicación a la causa de la salud muy parecida a una vocación sacerdotal, a lo que tendríamos que sumar la «traducción» de las normas del āyurveda al clima, horarios sociales y laborales y productos alimenticios propios de las latitudes donde se va a aplicar, y esto de una manera rigurosa y experimental para obtener con el tiempo un marco adecuado donde aplicar la disciplina. Un trabajo que todavía está por hacer.
¿Por qué, entonces, se cotiza tanto la palabra «yogaterapia»? En mi opinión existen tres circunstancias que contribuyen a este fenómeno: de un lado, el deseo, bastante acusado, de rentabilizar económicamente el oficio de profesor de yoga antes siquiera de comprender en qué consiste ese oficio; de otro, el miedo cerval a la enfermedad, la decadencia y la muerte que padece nuestra sociedad. Y por último, el deseo de exotismo que caracteriza a esta misma sociedad, y que le hace consumir innumerables terapias tan desconocidas como «imprescindibles» hasta la aparición de la nueva terapia de moda.
Y aunque es absolutamente lógico que una sociedad banal se comporte también banalmente respecto a la enfermedad, no lo es tanto que personas que están en el camino del yoga se sometan a esa pauta, en lugar de iluminar con su experiencia uno de los puntos más oscuros del ser humano actual: su dolorosa identificación con lo que ha de morir, su separación patológica del espíritu que lo anima y el consecuente miedo a vivir con plenitud y a dotar de significado el tiempo que le ha sido concedido para experimentar y liberarse.
El primer obstáculo para la claridad mental, citado por Patañjali en el sūtra 1.30 del Yogasūtra es vyādhi , la enfermedad, una palabra que se considera el antónimo de samādhi, es decir, la integración. Vemos así que el concepto de enfermedad está ligado en el Yogasūtra a la separación del espíritu (puruṣa). Sano es, por tanto, quien no pierde contacto con su espíritu y actúa como amigo de su vida. Enfermo, quien la emplea en cumplir todos los ritos que el miedo le sopla al oído para conservar la «salud» mientras se le escurren entre los dedos las ocasiones de experimentar, de disfrutar, de compartir, de ayudar y de ser ayudado, de aprovechar el tiempo de su viaje.
En su esclarecedor artículo Does Bad Karma cause Disease? (http://kausthub.com/discover 23 de julio de 2013) cita Kausthub Desikachar una lista de enfermedades que aquejaron hasta la muerte a destacados yogui-s de todos los tiempos pese a su santa vida, sus impecables costumbres y su excelencia en la práctica. No creo, sin embargo, que con su cáncer, diabetes, alzheimer o depresión a cuestas estuvieran menos sanos que tantos rígidos y atemorizados practicantes sumidos en su propio y muy trabajado ombligo, obsesionados por sus funciones fisiológicas e incapaces de relacionarse fuera de su círculo para no incumplir sus radicales normas preventivas.
Claro que la salud es un estado más cómodo y placentero que la enfermedad. La cuestión no es cómo la conservamos sino «desde dónde» lo hacemos: si desde el amor y el cuidado a nuestro cuerpo como vehículo y herramienta de nuestro espíritu, o desde el rechazo aterrorizado a la experiencia de la enfermedad, la decadencia y la muerte. Nos guste o no, «vivir mata» antes o después, y vivir con miedo es como estar ya muertos, no importa cuán larga o carente de achaques sea nuestra vida.
Hemos visto que el fin último del yoga es la libertad, y la libertad, como el amor, tiene al miedo por opuesto. El miedo es, probablemente, la más devastadora pandemia que sufre el ser humano desde el principio de los tiempos. Y cada uno de nosotros ha venido con la misión de curarse de él para ser libre. El yoga, convenientemente transmitido y practicado, ayuda a conseguirlo. ¿Realmente preferimos ser llamados terapeutas cuando nuestro oficio de profesor de yoga es tan grande?
Luisa Cuerda, es practicante de yoga y profesora por la escuela Yoga Síntesis de Barcelona. Certificada en el Post Graduate Yoga Training por Sannidhi of Krishnamacharya’s Yoga, tradición de la que es estudiante permanente. Escritora y coautora del proyecto Mettacuento.