Las piernas cruzadas… La espalda erguida pero sin tensión… La pelvis ligeramente basculada hacia delante, como si se quisiera echar el vientre sobre el regazo… El mentón recogido con suavidad, para estirar las inervaciones cervicales… El rostro relajado… y que esa sensación de relajación se extienda por el resto del cuerpo… Escribe Emilio J. Gómez.
Una mano reposa sobre la otra realizando el Maha mudra… La mirada posada sobre el suelo a un metro de distancia y los párpados ligeramente entreabiertos…
La meditación ha comenzado.
Se entra en la postura del despertar como si de un templo se tratara. En la habitación hay una suave penumbra alimentada por la tenue luz de una vela. La temperatura corporal es de suave tibieza gracias al ligero manto de meditación que lo cubre. Del abdomen emerge una sutil vibración que culmina con el sonido del OM exhalado a través de la garganta… La meditación ha comenzado y algo sagrado tiene lugar.
Desde la voluntad se invita con amabilidad a la inmovilidad corporal. Con ello, la percepción de las sensaciones corporales se multiplica. La atención se dirige a la parte más alta de la cabeza, la coronilla, para deslizarla con suave lentitud por el resto del cuerpo.
Sensaciones agradables y desagradables aparecen. Una singular batalla por la inmovilidad comienza a librarse entre cuerpo, mente y voluntad. La observación de las sensaciones corporales, portal de entrada al mundo interior, ha comenzado.
Tras las sensaciones físicas surgen los pensamientos, que traen las últimas impresiones recibidas. Recuerdos del pasado y proyectos para el futuro se agolpan en chidakasha, la pantalla mental. Ideas y conceptos que pugnan por captar la atención del practicante. Unas veces lo consiguen, otras no.
Asímismo, las emociones juegan su papel, tratando de hacerse valer por sí mismas. Miedos y temores se alternan sin cesar. Ira y frustración, culpa y resentimiento… Toda una extensa gama de emociones desfilan por el corazón del practicante en un vano intento de protagonismo.
Nada se desecha, todo se utiliza
Para el meditador avezado todo es motivo de observación. Ha aprendido a no implicarse en nada de lo que aparece en el campo de la consciencia. Muy por el contrario, se limita a observarlo, pues de este modo cultiva a Sakshi, la consciencia testigo y, por extensión, la presencia de ser.
Cultivar la presencia de ser es el fin último de la práctica de meditación, y quizás lo único a lo que, en tanto que personas, podamos aspirar a conseguir. Establecernos en el sí mismo y morar en él sin otra pretensión que ser, simplemente ser.
Sentir cómo la presencia de ser habita el cuerpo en un puro instante presente con total ausencia de pretensiones. Ser, simplemente ser… Ser, sin nombre ni apellidos que condicionen la existencia… Ser, sin profesión ni etiquetas… Ser, sin pasado ni futuro… Ser, aquí y ahora…
Presencia, pura presencia. Este es el verdadero trabajo del Radja yoga: cultivar la presencia. Así, día a día, a través de la práctica de la meditación, se inicia un viaje hacia el mundo interior en el que, momento a momento, respiración a respiración, latido a latido se cultiva la presencia de Ser para despertar la consciencia y trascender los parámetros mentales en los que el hombre habitualmente vive y muere.
De la presencia a la ausencia
Y un día, cuando menos se lo espera, sucede que la presencia, nuestra querida presencia, desaparece y se torna en ausencia. La postura de meditación continúa, pero no hay nadie que la haga. Los pensamientos han desaparecido, y con ellos las emociones. Las batallas por la consciencia han concluido, la guerra ha finalizado.
Para entonces, se observa el surgimiento de la aceptación como algo natural. No se acepta, sino que se contempla a la aceptación. Las sensaciones físicas agradables o desagradables pueden continuar, pero no queda nadie que pueda disfrutar o quejarse, todo se lo observa en la distancia. El aire entra y sale, el corazón late, todo está bien, todo es como debe de ser, todo es adecuado.
“Algo”, de imposible definición, mantiene la postura. El cuerpo continúa erguido. Hay algunos músculos activos, pero son los mínimos. Mientras, se contempla cómo todo sucede sin que medie ninguna intervención personal. Nadie queda que haga algo. La presencia, por la que tanto se ha batallado, se ha tornado en ausencia. No hay nada ni nadie. Vacío absoluto.
Un vacío que sin embargo lo llena todo, haciéndolo rebosar de plenitud. Nunca se ha vivenciado nada igual. Ese vacío, que tanto temor despertaba en la mente, está desbordado de plenitud. Cuando se ha dejado de ser alguien, se comprende la auténtica naturaleza que está detrás del velo de la mente. Soy todo. Todo está en mí.
Así pues, el conflicto ha concluido. Las comisuras de los labios esbozan una imperceptible sonrisa. La campana suena, es el momento de continuar la jornada. ¿Quién recita los Oms del final? ¿Quién recoge el manto, apaga la vela y cierra la puerta?
Quién es
Emilio J. Gómez, profesor de yoga de la escuela de yoga Silencio Interior.
info@silenciointerior.net