Con este octavo miembro del asthānga-yoga de Patañjali llegamos a la culminación del proceso de concentración y absorción de la mente. La relación profunda que se establece en dhyāna con el objeto de elección se convierte aquí, con samādhi, en una integración total con dicho objeto. Escribe esta serie Julián Peragón (Arjuna). Ilustración: Eva Veleta.
Podemos decir que es una relación de grado de profundidad. En la observación, concentración y meditación hemos ido profundizando más y más en las características del soporte de la atención, ahora con samādhi damos un salto de nivel. (…)
Hasta cierto punto, Patañjali en los Yoga-sūtras nos habla desde el sentido común. Para conocer la realidad, esa que se presenta fuera o que anida dentro, tenemos que cultivar nuestra atención. Tenemos que aislar la información sensorial, utilizar nuestra capacidad de indagación, desempolvar la intuición y lidiar con lo complejo. Nada fácil de entrada. Sin embargo, en Yoga no buscamos centrarnos en un conocimiento convencional del objeto que deseamos conocer que muchas veces nos lo sirve en bandeja la propia memoria, sino un conocimiento novedoso, abarcador y profundo.
Samādhi proviene de sam que significa completo, y de âdhi que significa absorción, esto es, una completa absorción mental. Hay quien habla de éxtasis pero puede llevarnos a una cierta confusión, ya que podríamos pensar en trances psicológicos o experiencias paranormales, y no tiene porqué darse en estos términos. Por eso, previo a esto, estaría bien preguntarnos qué ocurre en el proceso de samādhi.
Qué sucede en el proceso
Pongamos, por ejemplo, que nuestro objeto de contemplación es un árbol que tenemos delante. Nuestra experiencia y memoria nos dirán que este árbol es una palmera de mediana edad y que empieza, según la época del año, a dar sus frutos. Samādhi consiste, en este caso, en acentuar nuestra atención sobre la palmera de tal manera que la atención fluya de manera continuada sin que ningún estímulo exterior (o interior) pueda desestabilizar la concentración profunda.
Hay que decir que, a todos nosotros, en algún momento extraordinario, puede suceder que entremos en un estado total de concentración, ya sea por un momento de peligro, un gran deseo o una curiosidad extrema. Pero no es habitual y seguramente sea fugaz y poco profundo. Pues bien, empezamos a percibir la palmera sin el recuerdo de los momentos en los que hemos subido a una de ellas, reposado a su sombra o comido sus dulces frutos. Percibimos la palmera sin las connotaciones de bello o feo, propio o ajeno, placentero o doloroso. Si fuéramos capaces de percibir la palmera (y por extensión cualquier piedra, planta, animal, cosa o persona) sin nuestro condicionamiento, estaríamos viendo a la palmera y sólo a ella. No a nosotros reflejados en ella, a nuestra visión o punto de vista o a nuestra aceptación o rechazo de la misma. Dicho con otras palabras, si pudiéramos apartar momentáneamente el yo, entonces quedaría sólo la palmera, abarcando toda la conciencia, brillando en todas sus cualidades, mostrando todas sus conexiones… como si fuera algo nuevo, insospechado, original y transparente. Salvando las distancias, es como si, por un momento, nos hubiéramos sentido palmera, con sus raíces, ramas, dátiles, meciéndose en el viento, recibiendo la lluvia, acariciando la luz del sol. Y esa misma integración con el objeto es la que nos da un conocimiento sorprendente y profundo. (…)
El brillo del diamante
Para el Yoga, desde la perspectiva del Sāmkhya, la realidad es dual. Hay dos principios esenciales que son purusha y prakriti, esto es, el espíritu y la materia, o en otras palabras, la conciencia y la naturaleza primordial. Esta naturaleza que en un principio está en estado latente, se despierta con la creación y da pie a la infinidad de formas que todos conocemos. Son naturaleza las estrellas y los planetas, las plantas y los seres vivos pero también nuestras emociones, sentimientos y pensamientos. Se considera la mente como materia aunque sea invisible.
Así pues, tenemos un espíritu inmutable y una materia mutable, uno que es consciente y otra inconsciente, uno que se mantiene fiel a sí mismo más allá de todo tiempo, mientras la otra se transforma con el transcurso del tiempo. Y ambos principios están, por así decir, solapados e imbricados. Como la imagen que encontramos en los versos del Sāmkhya-kārikā donde se dice que la materia es como una bailarina que atrae la atención del espíritu como espectador. Esa atracción es tan fuerte que el espíritu se haya bajo el influjo del baile hipnótico. Juntos colaboran: la materia recibe el impulso creador del espíritu y el espíritu la encarnación material en la que experimentarse a sí mismo. Sin embargo, el ser humano no atina la mayoría de las veces a percibir la diferencia, pues no ha cultivado todavía una fina discriminación que le permita reconocer lo que corresponde a la materia de la impronta esencial que la habita. (…)
Es evidente que si las estructuras mentales están condicionadas o alteradas, la conciencia también se verá afectada, como cuando miramos la realidad a través de unas gafas coloreadas. Se me ocurre la metáfora del pianista. Si el piano (cuerpo) no está afinado, por muy bueno que sea el pianista, la música sonará mal. Pero si el pianista (mente) ha perdido su sensibilidad musical, no se podrá conectar con la armonía de la música (consciencia). En este sentido, el pianista es un canal para expresar una belleza de ritmos que es propiamente la música a la cual ha de estar abierto y perceptivo.
Patañjali aporta la imagen del diamante para explicar que si no existe la luz de la conciencia, el diamante (la mente) no puede brillar. Cuanto más pulido y refinado sea el diamante mejor transmitirá la cualidad luminosa del rayo de luz.
Kaivalya y samādhi
Lo importante es comprender esta relación tan estrecha. Las notas musicales, por seguir con el ejemplo, existen aunque no haya ningún instrumento musical que las pueda hacer sonar, pues forman parte de un mundo arquetípico. El espíritu o conciencia no tendría posibilidad de expresarse si no fuera a través de prakriti, en sus formas toscas o sutiles, que recrea el poder de la naturaleza.
La naturaleza ofrece al espíritu la posibilidad de experimentar (bhoga) y aquí encuentra dos posibilidades: la de apegarse a los frutos de la experiencia generando sufrimiento, o la de desapegarse de ellos (kaivalya) después de la experiencia para ganar libertad.
Y es precisamente esta liberación la que busca el Yoga como objetivo principal. Kaivalya es el aislamiento de las impurezas, condicionantes y obstáculos de nuestra mente. Asimismo, el Yoga es la vía del no apego, la liberación de todo condicionante. El mismo Patañjali define la libertad como la identidad del purusha con la mente (en estado de sattva) que se ha vuelto transparente, sin color y sin rasgos. Como cuando nos miramos a un espejo sin ningún desperfecto o mancha, entonces nos vemos con total nitidez.
Pero volvamos al concepto de samādhi que hemos iniciado algunos párrafos atrás. Creo que, a menudo, confundimos la experiencia de absorción profunda de la mente (samādhi) con el estado de liberación de todo condicionamiento (kaivalya). Como samādhi es el último miembro del esquema del ashtanga-yoga, creemos que la experiencia de absorción nos lleva directamente a la liberación. Sin embargo, Patañjali está hablando del final de un proceso de estabilización de la mente, es decir, la capacidad de la mente de absorberse en un objeto. ¿Es esto la liberación? Podríamos decir que es un inicio. La experiencia de samādhi nos está sirviendo para purificar la mente y nos está ayudando a desidentificarnos del yo mental, pero la liberación implica muchos más elementos que no se dan en la experiencia de la no dualidad y que requieren del discernimiento (viveka) en la vida que vivimos.
El samādhi puede, además, servir como una señal de avance dentro de un camino profundo de práctica en el Yoga, pero una excesiva mitificación nos puede llevar a buscar en él un consuelo que en el fondo no es real. Como samādhi puede acarrear experiencias de conciencia acrecentada y de trance, muy sutilmente podemos instalarnos en la búsqueda de esas experiencias quedando ligados a ellas y al fuerte revés que conlleva la frustración cuando éstas no aparecen. En todo caso, samādhi debería aparecer como un proceso que surge sin pretenderlo, sin buscarlo y sin convertirlo en un triunfo. Nos interesa la estabilidad de la mente pero, sobre todo, nos interesa la claridad que podemos extraer a través de aquélla. Samādhi es el gozo de un flujo ininterrumpido de atención con el objeto (interno o externo) donde nos hemos podido disolver hasta percibir el objeto con las máximas cualidades y con total profundidad. Lo importante, a continuación, es qué hacemos con ello. (…)
¿Qué es la iluminación?
Muy a menudo hablamos en el Yoga de personas que están iluminadas, aunque no terminamos de precisar qué es lo que entendemos por ello. Hemos remarcado que samādhi (un estado especial de absorción de la mente) no es la iluminación y que, Patañjali utiliza el concepto de kaivalya (aislamiento) para expresar un estado en el que el espíritu (purusha) se “aísla” de la confusión con la materia (prakriti). Si volvemos a la metáfora tradicional que ya hemos descrito en estas páginas, una vez que la bailarina ha realizado su baile, el espectador puede retirarse. Son conceptos de “altos vuelos”, pero a ras de suelo ¿qué significa esto?
La imagen de la barca puede servirnos para entender fácilmente el objetivo del Yoga. En este lado del río de la vida puede haber confusión, dolor e ignorancia. Si hubiera una barca (un método o una filosofía) que nos pudiera llevar a la otra orilla en la que encontrar claridad, dicha y sabiduría, ¿por qué no subirnos a ella? Patañjali dice en el sūtra 16 del libro II que hemos de erradicar el sufrimiento venidero. Queda claro pues que no es necesario sufrir y que podemos evitar esa carga emocional y cognitiva que habitualmente añadimos a las situaciones que vivimos. (…)
En un sentido estricto nadie alcanza la iluminación, pues ésta no es algo fijo como un paraíso en el que puedes vivir permanentemente en paz y feliz. No es posible identificar iluminación con perfección, pues siempre quedarán registros en la penumbra de la conciencia y aspectos sutilmente condicionados. Sería más útil el concepto de iluminación como metáfora de la persona sabia que ha logrado gestionar de forma armónica su propia humanidad, su ignorancia o sus miedos.
Nos acercamos a la iluminación cuando dejamos de ser víctimas de nuestro propio egoísmo, cuando nos sabemos poner en la necesidad del otro y (prudentemente) sabemos abrir el grifo de la generosidad que alimenta a ambos y que se expande en muchas otras direcciones.
Nos imbuimos en la iluminación cuando desdramatizamos la vida con el bálsamo del buen humor y con la confianza, a pesar de los malos augurios, en que la vida se despliega adecuadamente.
Estamos más iluminados cuando vivimos el amor sin tantas exigencias, aceptando al otro en su realidad, tan limitada como la nuestra, aunque también reconociendo la plena potencialidad de lo que somos. Nos iluminamos cuando, en vez de salir corriendo o mostrar indiferencia, podemos mirar (y reconocer) el desespero, la angustia y el temor del otro. Sentimos más luz en nuestras vidas cuando no añadimos más violencia al mundo (ya bastante maltrecho) sabiendo dialogar entre las fuerzas opuestas, a la vez que generamos más paz.
Nos iluminamos cuando la vida nos sorprende y nos invita a la belleza de la simplicidad; cuando la flor, la ola, la piedra o el trueno tienen tanto que enseñarnos y podemos desprendernos de la importancia personal al reconocer nuestra pequeñez en la existencia, como una gota de lluvia que al caer en medio del océano se diluye (apenas sin rastro) en su inmensidad.
Nos envuelve la iluminación cuando podemos ver la vida en su conjunto, terrible y benefactora a la vez, con todos los seres compitiendo, pero también colaborando entre sí.
Nos volvemos sabios cuando, al filo de la muerte, mantenemos la serenidad al comprender que formamos parte de un proceso, que la vida nunca muere y que sólo existe la transformación.
La iluminación es despertar de la ilusión de que somos entes separados y de la ingenuidad de que podemos controlar absolutamente la vida. Ésta se despliega extraordinariamente (fuera y dentro) como si fuera una sinfonía que suena y nos ofrece la posibilidad de alinearnos con ella tal como lo hace una danza creativa. En última instancia, bastaría un único gesto de comprensión: agachar la cabeza en señal de respeto profundo a la vida imbuida de espíritu.
Julián Peragón Arjuna, formador de profesores, dirige la escuela Yoga Síntesis en Barcelona. Es autor del libro Meditación Síntesis (Ed. Acanto).
Su último libro es La Síntesis del Yoga. Los 8 pasos de la práctica. Editorial Acanto.