¿Conocemos a dónde queremos ir y a dónde nos puede llevar el yoga cuando nos apuntamos a practicarlo? La tradición yóguica, antes de proponer ninguna técnica, habla de su sentido, de los objetivos deseables, de las bases de una práctica sólida y de los obstáculos que nos podemos encontrar en el camino. Escribe esta serie de artículos (1, 2 y 3) Julián Peragón (Arjuna).
Sincronía
La visión iluminada de la realidad bien podría ser eso, una visión exquisita pero, al fin y al cabo, una visión sin más. ¿Cómo sabemos que es bien real? ¿Cómo sabemos que no es una visión descarnada, parcial o ilusoria? ¿Cómo sabemos que la persona sabia que la describe con vehemencia -o nosotros mismos- no es un loco, un charlatán, un embaucador o un aficionado? Evidentemente lo sabemos cuando las visiones se plasman en la realidad, es entonces cuando vemos los errores de perspectiva y las miopías de sus argumentos. No basta con la visión grandilocuente de la realidad; hay que practicarla, hay que transitarla sobre el terreno y hay que ponernos a prueba a ver si estamos a la altura de sus verdades.
Así pues, el Yoga podría ser también un Yoga de la acción. Un Yoga bastante difícil puesto que nuestras acciones están teñidas del estado anímico con el que las realizamos. Qué duda cabe que nuestros actos pueden ser interesados o desinteresados, libres o condicionados, adecuados o inadecuados.
El Yoga de la acción nos coloca delante de una verdad incontestable: estamos atados a la gran rueda de las acciones que no para de girar. Queramos o no, las acciones son inevitables aunque nos quedemos quietos, maniatados y con los ojos vendados que, evidentemente, son también acciones.
En la superficie, las acciones parecen simples y compactas; chutamos el balón o apretamos el botón que tenemos delante, pero, en el fondo, las acciones se ramifican y ramifican en una red de consecuencias ad infinitum. Si la pelota que chutamos entra o no dentro de la portería puede, en determinados casos que todos conocemos bien, hacer que todo un país salte de alegría o se frustre porque es evidente que, los actos, de entrada, son neutros pero se comportan como esponjas que absorben un universo de significados.
Si es cierto que es ilusorio sustraerse de las acciones, al menos, sí podemos ponernos en una posición en la que poder amortiguar sus efectos, de entrada, los más indeseables. No en vano, la Bhagavad Gita define el Yoga, entre otras definiciones, como la habilidad en la acción. ¿Por qué habilidad? precisamente por aquella complejidad que toda acción tiene más allá de su impacto inmediato. Y es que las acciones no siempre son lo que parecen.
No seamos ilusos; cada acción deja un rastro infinito de consecuencias y sólo vemos algunas estelas de aquellas.
Muchas de nuestras acciones tienen efectos inmediatos pero parecen reverberar en el tiempo. Uno cosecha lo que siembra pero sería mas preciso decir que la naturaleza de nuestros actos refuerza la intención con la que los hemos hecho, formando un bucle que se retroalimenta.
La agresividad que empleamos sobre el objeto (o sujeto) que nos estorba o amenaza explota fuera pero también implosiona dentro en forma de frustración, negatividad o culpabilidad. No podemos lavarnos las manos de las acciones irresponsablemente; cada acto deja una impronta en forma de semilla que si la regamos a menudo no tarda en florecer. Es cierto que una gota que cae no produce una tormenta, pero una secuencia repetida de actos conforma un hábito y a la postre un carácter. Y, ya sabemos, somos la mayoría de las veces víctimas (y cómplices) de nuestras estructuras mentales y emocionales.
El Yoga nos propone lo siguiente: si somos hábiles en la acción, si nuestra acción está libre de precipitación, egoísmo y apego, seremos libres, libres de aquellos posos que toda acción va dejando en su arremetida contra la realidad. Los imponentes egos que hemos construido se han destilado con pequeños y casi insignificantes actos en obra y pensamiento, tal como las enormes estalactitas se han formado pacientemente con el residuo que deja una gota tras otra.
Si nuestra acción estuviera sintonizada con el momento presente, en su justa medida, desharíamos el nudo que nos aprieta. Si las acciones no estuvieran hechas desde la confusión, necesidad de afirmación, búsqueda de placer o rechazo del dolor, o simplemente, si nuestras acciones no dejaran un rastro de miedo a lo desconocido o al vacío de la desaparición, nuestras acciones caerían como una gota de lluvia sobre la amplitud del océano sin dejar la más mínima huella. Entonces sería, valga la paradoja, una inacción en la acción, una acción que no está empujada o retenida por nadie porque, sólo entonces, no habría el artífice del yo manipulando aquí y allá, sino la acción alineada con lo que reclama la vida. Pura sincronía.
Esta sincronía la tiene que hacer todo músico dentro de una orquesta. No piensa en la nota que tiene que tocar; simplemente fluye con la música y la nota surge espontáneamente sin esfuerzo, arrastrada por la armonía del conjunto. ¿No será el yogui o la yoguini un músico de la vida? ¿No será cada acción una nota más dentro de una sinfonía mayor?
Forzar cada acción reclamando la propia autoría y, por tanto, el interés de los resultados es la manera de crear una sutil cárcel de apegos.
La palabra que ha utilizado la tradición para hablar de la ley de causa y efecto es Karman. Viene de la raíz kri que significa hacer, y por supuesto, no habla sólo del baile de formas que comportan las acciones sino de la acción dentro de la acción, es decir, de nuestras intenciones. Es como el efecto que tiene la pelota cuando la golpeamos: rebotará de diferente manera dependiendo del ángulo y de la intensidad del golpe. Fijarse, por poner otro ejemplo, en el objeto del regalo que nos hacen y no tanto en la intención que hay detrás puede ser una fuente de malentendidos. Nos movemos siempre en un universo de significados personales, grupales y sociales. Hacemos lo que hacemos porque nuestros actos significan lo que significan. Vale la pena convertirse cuando actuamos, como insinuaba Lao Tse, en un sabio tan cauteloso como quien cruza un arroyo helado.
La acción tiene que estar libre, tal como decíamos, de ego, de apego y de miedo, pero las acciones no aparecen y desaparecen de forma aislada. Son como los músculos, siempre se activan en una sinergia con otros y estiran, al mismo tiempo, los antagonistas. Funcionan solidariamente en cadenas que serpentean por todo el cuerpo. Y esto, en el caso de las acciones lo complica un poco más porque, un acto meditado y plenamente consciente de sus resultados no requiere tanta destreza, pero las acciones en medio de otras acciones en situaciones complejas reclaman no sólo pericia sino nuestra más alta sabiduría. Estamos hablando de la sincronía en las acciones. No cuentan sólo nuestros actos sino también los de los demás. Cuenta el momento del día y el momento del año, cuenta, por así decir, lo que decimos y lo que callamos, lo que deseamos, lo que sentimos y lo que intuimos, cuenta todo porque todo es real y tiene su peso en cada momento. Sincronizar nuestras acciones no es como sincronizar nuestras agendas con el ordenador, requiere de una escucha muy fina y de un corazón muy grande.
El Yoga nos propone, en primer lugar, simplificar, hacer una criba con las acciones después de desarmar nuestra codicia y nuestra avaricia. De esta manera cada acción no está perseguida ni por la anterior ni por la siguiente, dando tiempo al tiempo, y ritmo a los procesos. Pero sobre todo el Yoga nos invita a pensar globalmente y actuar en lo cercano, nos dice que no seamos prisioneros de los extremos y que miremos lo infinitamente pequeño sin descuidar lo infinitamente grande. Con otras palabras, el Yoga de la acción requiere un dominio del análisis y también de la síntesis. ¿Sabremos realizar este malabarismo?
Quién es
Julián Peragón, Arjuna, formador de profesores, dirige la escuela Yoga Síntesis en Barcelona.